El proyecto de una sociedad libre y unida ha de ser el objetivo de una civilizada especie que aspira a ser cada día más virtuosa poéticamente, o lo que es lo mismo, más igualitaria y fraternal. El mundo del arte y de las letras, de los cultivados o de los incultos, han de contribuir a que esta unidad deje de ser un amor imposible, y pase a ser una realidad que nos refuerce las ganas de vivir. Quizás tengamos que despojarnos de tantos modelos dominantes, casi siempre dominadores, y trabajar más desde otras coordenadas de servicio, que incentiven otros patrones de vida más justos. Con urgencia tenemos que ir al rescate de unos moradores divididos, que siembran odios y venganzas por doquier, que restan esperanzas y libertades. La cultura de la esclavitud no ha cesado de imponerse. Cada día hay más personas encadenadas a la explotación sexual, al reclutamiento forzoso, sobre todo de niños, para ser utilizados en conflictos armados, más opresión como el matrimonio obligado, más trata de personas, más y más muros que nos dejan sin aire para poder respirar. Esta es la situación, pues aunque los dirigentes mundiales al aprobar la Agenda 2030 se comprometieron a consolidar la prosperidad, la paz y la libertad para todas las personas, lo cierto es que aún no hemos pasado de las palabras a los hechos. Cuántas veces se nos injerta ser esclavos de uno mismo sin apenas percibirlo. Es evidente que la necedad, el adoctrinamiento, nos lleva por caminos que nos impiden ser lo que uno quiera ser.
Indudablemente, son muchos los seres humanos que mueren esclavizados a diario, sin cariño alguno, sin consideración alguna, desunidos de lo humano, como meros objetos. La cultura del uso y disfrute, y cuando no me sirve, lo margino con la indiferencia, es algo tan real como la vida misma. Ahí están esas mujeres que se venden y encierran en burdeles, al fin llorando a lágrima viva. O tantas gentes encerradas en fábricas clandestinas en condiciones de servidumbre permanente, con unos salarios bochornosos y sin posibilidad alguna de poder llegar a pagar sus deudas. Bien es verdad que la esclavitud hace tiempo que se declaró como una afrenta a la humanidad, y hasta se elevó a los altares una celebración (2 de diciembre), pero lo verdaderamente cruel es que lejos de avanzar en liberarnos, estamos retrocediendo a épocas pasadas. Bajo estas mimbres, que tantas puertas nos cierran a la esperanza, es complicado unirse, activar la concordia e impulsar un corazón humanamente globalizado. Precisamente, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que veintiún millones de personas en el mundo son víctimas de trabajo forzoso en la actualidad, lo que genera unos ciento cincuenta mil millones de dólares anuales de ganancias ilícitas en el sector privado. Todo este cúmulo de contrariedades hace que el planeta sea incapaz de ensamblarse en esa ansiada globalización, lo que dificulta enormemente la convivencia entre unos y otros.
Convencido de que tenemos que ir a ese salvamento humano, aunque solo sea por propia humanidad, es lo que me hace pensar en esa sociedad civil de la que todos formamos parte, y confiar en el ser humano a la hora de la prestación de asistencia a las víctimas. Sin duda, es también una buena noticia que la OIT haya adoptado un nuevo Protocolo jurídicamente vinculante, con el fin de fortalecer los esfuerzos a nivel mundial para eliminar el trabajo forzoso. Ojalá todos los Estados se sumasen a estos buenos propósitos, y fusionados todos, combatiesen por la igualdad y la justicia social. Por desgracia, muchas veces no pensamos nada más que en nosotros mismos. Nos hemos acostumbrado a convivir con el dolor del otro, a no importarnos su sufrimiento, máxime si tampoco nos concierne o afecta directamente. Todo esto nos hace perder la orientación, y lo que es aún peor, el vínculo de familia humana, con lo que este término conlleva de entidad y compañía. Seguramente, la mejor manera de aglutinarnos radica en injertar a cada persona en su propio valor y valía. Si los niños son el porvenir del mañana, los jóvenes la fuerza para ir hacia delante, los adultos la pujanza del hoy y los ancianos, la sabiduría, la memoria de un pueblo; en consecuencia, no descartemos a nadie y hagámonos una piña. Esta es la cuestión de fondo. Por eso, debemos hacer todo lo posible para evitar divisiones y es, por ello, que todos debemos comprometernos por mantener vivo ese espíritu de alianza, con la mirada dirigida al futuro que a todos nos pertenece por igual.
Por consiguiente, no podemos ser piedras, necesitamos bravura para poner en el centro de nuestra existencia la dignificación de todo ser humano. En efecto, una sociedad resplandece en la medida que sabe respetar y acoger, conciliar y reconciliar, hermanar y armonizar; luego las verdaderas columnas que la sustentan y sostienen, son la verdad y la libertad; más allá de cualquier política interesada, corrupta. De ahí la necesidad de poner barreras y límites a tantas falsedades sembradas, a tantas injusticias cometidas. Hemos de ser conscientes que la armonía se construye sobre el fundamento de la justicia. Subsiguientemente, no se puede degradar la dignificación de ningún ser humano, por muy adversario o enemigo que sea nuestro. Estamos llamados a ser un todo, a edificar un mundo más integrador, en parte descompuesto porque algunos Estados han dejado de tutelar algo tan inherente al linaje como son los derechos naturales, destruyéndolos en lugar de cimentarlos para bien de la humanidad. Téngase en cuenta que los individuos, cuanto más indefensos están en una colectividad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, y en concreto, de la mediación de la soberanía de todos, de su autoridad pública en definitiva. Potestad que, por cierto, ha de ser ejemplar en su diario y ejemplarizante en sus actuaciones. De modo que la solidaridad resulta esencial, ya no sólo para el rescate de este ambiente discorde y en conflicto permanente, también para que cualquier ciudadano pueda sentirse valorado y protegido, de manera que uno sea para todos y todos para cada uno.
Ya en su tiempo lo advirtió el filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset que “el mundo es la suma total de nuestras posibilidades vitales”; y, en este sumatorio, no puede concebirse sumisión alguna. Donde quiera que cohabite la cordialidad sin vasallaje, la moderación sin tristeza, la abundancia sin derroche, todo será más trascendente, puesto que la paz social será tanto más consistente cuanto más tenga en cuenta lo auténtico y no oponga el interés individual al de la sociedad en su concurrencia, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación. Naturalmente, tenemos que modificar nuestro comportamiento, lo cual demuestra la importancia suprema de una educación libre e integradora, no solamente para aquellos seres en formación, sino también para las familias y para toda la sociedad humana en general, ya que el progreso social es el resultado de la bondad de los miembros que la componen. En suma, que no hay mejor manera de rescatar un mundo desunido que trabajar para dar significación a toda vida humana, por insignificante que nos pueda parecer. Los sembradores del terror, en cambio, lucharán por injertar miedo, incertidumbre y desmembración en la sociedad. Por tanto, una verdadera liberación a tiempo, aparte de romper ataduras, acrecienta un nuevo espíritu más libre y democrático, para facilitar el que podamos vivir sosegados y con idénticas posibilidades.
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