LA JORNADA

Llamada de la ausencia

Por José Carlos García Fajardo
Toda injusticia es un atentado a la armonía, a la proporción, a la unidad y a la equilibrada tensión de opuestos. A la bondad que inspira la acción y a la libertad como ambiente para ser nosotros mismos, ser felices. Por eso, es inadmisible la injusticia social por el abuso de un grupo oligárquico, ideológico o despótico sobre la comunidad que da sentido a la convivencia y nos permite ser personas, responsables y distintas.

La solidaridad perfecciona la reparación de la justicia al sabernos parte del tejido dañado. No se restaura lo dañado en el otro, sino en ese utrum, uno y otro a la vez, que es más profundo que nosotros, nos-otros. Entre tú y yo hay una relación esencial que fundamenta nuestra condición de personas, como seres para los demás. ¿Cómo sabría el uno que es uno si no fuera por el dos? ¿Cómo sabría quién soy si no fuera por ti? No es una cuestión de utilidad o de preferencia, sino de entidad real. En la naturaleza no existe “Robinson”, porque éste vive por sus padres, y en relación con la naturaleza que lo sustenta. Por eso, no puedo considerar al otro como objeto de mi amor o de mi esfuerzo, sino como sujeto que interpela y complementa nuestra más auténtica dimensión en una comunidad de personas libres.

El espejo sólo me devuelve una imagen captada en un momento, y siempre distorsionada por la interpretación del que se mira. No hay auténticos autorretratos, sino interpretaciones subjetivas. Para ser objetivo tendría que haber nacido objeto, y soy sujeto. Por eso busco el equilibrio y la armonía al descubrirme en el otro, y del otro en mí. Somos proyecciones en movimiento de una energía que nos descubre, nos acerca y nos transforma hasta reconocer que los límites con los que intentan “definirnos”, son meras apariencias.

“Tú y yo somos un mismo pueblo, Madre de todas las cobras. Llevamos la misma sangre”, le dice Mowgli como clave para abrir las puertas del conocimiento. Namasté, se saludan en India y las personas que comparten meditación: “Me inclino ante ti, porque somos uno”.

La generosidad, más que en dar, consiste en compartir, y en hacer juntos parte del camino. En llevar en el alma a los demás, y en saberse responsables del mundo. El médico no necesita compartir la cama ni los medicamentos del enfermo para saber consolar, aliviar y no interferir en la sabiduría de la naturaleza, para que pueda restablecer el equilibrio. Ni el abogado defensor ha de dedicar su tiempo libre para invitar a su casa a delincuentes a los que tiene que defender. Ni el profesor lleva a sus alumnos para que confraternicen con su familia. Cada uno tiene su propio espacio de trabajo, de descanso, de celebración y de silencio en soledad, o compartido. Hay que aprender a estar juntos en silencio, y comprenderse y comunicarse sin palabras. “Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras como tú me entendieses”, dice José Hierro.

La uniformidad mata, deforma, constriñe y entristece mientras que la unidad en la diversidad nos lleva a querernos como somos, porque es el camino previo para poder querer a los demás. Nadie puede dar lo que no tiene.

Cuando me preguntan por qué decidí que el símbolo de la asociación civil Solidarios fuese un árbol de robusto tronco, amplio ramaje y hojas que parecen estirarse y mecerse para acoger y dar sombra a todo el que pasa, respondo: “Por las raíces tan profundas, humildes y jugosas que lo sustentan”.

Sería fácil concluir que los voluntarios sociales, al igual que las personas generosas y abiertas a los demás que anhelan comunicarse, representan esas raíces, o el tronco, o las ramas, o las hojas. Más bien son el ambiente que acoge y aspira y transforma y devuelve vida y alegría en forma de oxígeno, de ozono, de prana y de esperanza. Los voluntarios sociales y las personas que se entregan por otro mundo más justo y solidario, son conscientes de que están construyendo un mundo mejor porque transforman su corazón, y se enriquecen compartiendo. Acoger a quien sea, donde sea y como sea, sin esperar nada a cambio, por el placer de compartir. Porque los necesitamos para poder juntos ser felices. Y porque este modelo de sociedad no nos gusta.

Hoy nuestra sociedad está en proceso de cambio. No es fácil reconocerse, como tampoco es fácil para el joven que, dentro de un cuerpo envejecido, grita ¿qué ha pasado? Ojala esas personas seamos capaces de descubrirnos esenciales en el tejido social como parte vivificante del árbol, del bosque y de la vida.

Ese chute en vena, en el que nos convertimos, es la llamada de la ausencia para restaurar la justicia en una sociedad atormentada por el grito de los pobres.

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