Por Carlos Miguélez Monroy
Llevaba dos meses en Indianápolis cuando se produjo una de las más controvertidas elecciones presidenciales en la historia de Estados Unidos. El Colegio Electoral le daba la victoria a George W. Bush por encima del candidato del Partido Demócrata, Al Gore, a pesar de haber conseguido más votos.
Con la ingenuidad de un estudiante de primer año de periodismo, no podía imaginar las consecuencias que tendría para el mundo la llegada al poder de ese hombre que tartamudeaba y que, durante meses, se enfrentó al escepticismo de gran parte de Estados Unidos. Hasta que se estrellaron dos aviones en las Torres Gemelas el 11 de septiembre del año siguiente.
El atentado convirtió la duda y algunos gestos que delataban ciertos complejos en una aparente firmeza de hierro apoyada en el famoso discurso de “estás con nosotros o contra nosotros”. Además de las Torres Gemelas, esos dos aviones derribaron el muro que dividía al país en dos hasta tal punto que se consideraba anti-patriótico discutir la inminente invasión de Afganistán.
Tras la aventura contra los talibanes se desató la ignominia de “la lucha contra el terror”. Pero el golpe definitivo llegó con la decisión de derrocar a Saddam Hussein. Una argumentación tan débil y tan ridícula para atacar Irak sólo podía prosperar en semejante ambiente de miedo, confusión y desconcierto, y de silencio por parte de quienes no se atrevían a disentir donde patriotismo y la creencia en Dios se utilizan como parámetros para medir al “buen americano”.
En ese ambiente no podía ganar las elecciones de 2004 alguien que no fuera George W. Bush, que venció con facilidad a su adversario John Kerry a pesar de que se había comenzado a destapar lo que en realidad ocurría en Guantánamo, en la base de Bagram, en los centros de detención clandestinos en varios países donde se torturaba a supuestos terroristas. Pocos pueden olvidar el impacto que produjo el Time cuando publicó las fotos de los prisioneros desnudos y encapuchados y amenazados por perros, con militares y “contratistas privados” que posaban y sonreían al fondo.
Pero bin Laden seguía prófugo, continuaba la “amenaza terrorista”, la economía empezaba a hacer aguas y se empezaban a multiplicar las voces críticas, silenciadas durante años. El mundo abrazó con esperanza al ascenso del primer presidente negro, un brillante orador que llenaba de nuevas esperanzas con un discurso de paz y de concordia y su Yes we can.
Barack Obama no tuvo en las dos elecciones que ganó la oposición que sí encontró en el Congreso, con mayoría Republicana, al intentar poner en marcha una ambiciosa Reforma de la Sanidad y cerrar Guantánamo. Volaron los ocho años del Nobel de la Paz Obama y, lo que parecía una transición tranquila hacia la primera presidencia femenina de la historia de Estados Unidos se ha convertido en una sorpresa que no muchos analistas imaginaban: el ascenso al poder de un magnate conocido por sus declaraciones racistas y machistas, sospechoso de haber evadido impuestos y de haber cometido estafa.
Donald Trump se encuentra un país dividido como el que se encontró George W. Bush, pero un mundo mucho más temeroso de él por lo que puede desencadenar el presidente de un país con semejante músculo económico y militar. También el tema migratorio estuvo en el centro del debate de la política exterior hasta el 11 de septiembre de 2001.
Muchos pensaron que quizá se trataba de una pesadilla o de una mala broma cuando se despertaron con la noticia de la victoria del candidato Republicano. Pero la pesadilla podría empeorar ante la mínima provocación en cualquier parte del mundo. Sobre todo en territorio estadounidense.