Con ello, Trump se ha quedado corto en sus medidas y Maduro se ha envalentonado ante la duplicidad del único adversario que puede ponerle fin a su régimen sin necesidad de disparar una sola bala
Quienes carezcan de la habilidad de leer entre líneas o no hayan sido testigos de las contradicciones entre la retórica y la acción de la política exterior norteamericana de los últimos 60 años, podrían pensar que Donald Trump se prepara a defenestrar al dictador Nicolas Maduro. Pero no hay nada más lejos de la realidad. Trump habla como defensor y líder de la libertad en el mundo en sentido genérico pero actúa como defensor de los intereses específicos de su país. Con todos los retos que confrontan los Estados Unidos en este momento, la libertad de Venezuela anda muy por debajo en su agenda.
Y aunque esta conducta nos moleste a quienes queremos la libertad del pueblo que regó con sangre los surcos de cinco repúblicas americanas, Trump está actuando como actúan los presidentes de todos los países. De la misma manera han actuado los presidentes de países hermanados por geografía, historia, tradición, cultura e idioma con Venezuela que forman parte de esa desarticulada e incoherente América Latina.
Pero el derroche de patriotismo y coraje de un pueblo que se ha lanzado a las calles para recuperar la libertad que le ha sido robada no han podido ser ignorados ni siquiera por los más contumaces aislacionistas. El pasado 30 de julio la prensa internacional dio cuenta de la muerte de 125 venezolanos y de centenares de muertos y desaparecidos en los cuatro meses que ha durado esta avalancha de heroísmo.
Estos farsantes tienen que decir algo para cubrir las apariencias y mitigar su complicidad con la barbarie desatada por Maduro y sus amos cubanos. Media docena de cancillerías latinoamericanas se han empezado a distanciar de la dictadura venezolana condenando la burla de la Asamblea Constituyente. Donald Trump, con la locuacidad compulsiva que lo llevó a la presidencia y le crea constantes e innecesarios problemas, no podía quedarse atrás. Mandó entonces a hablar a su gente.
A mediados de julio, funcionarios estadounidenses revelaron que el gobierno del presidente Donald Trump se estaba alistando para imponer nuevas sanciones a Venezuela. Dichos funcionarios agregaron que las nuevas sanciones podrían ser impuestas en pocos días y que probablemente apuntarían al sector petrolero de Venezuela, incluso posiblemente a su compañía estatal de petróleo.
Veamos el impacto de una medida tan drástica en el contexto de la actual situación venezolana. Venezuela atraviesa por una severa crisis económica, con una prolongada escasez de medicamentos y alimentos; así como un alarmante cuadro económico para este año de una inflación que podría llegar a 720% y una caída del PIB de 12%, según el FMI. Asfixiados por esta crisis, un 80% de venezolanos rechaza su gestión y el 72% su proyecto de constitución, según Datanálisis.
Si a esta situación crítica de la economía de Venezuela añadimos el hecho de que el petróleo representa el 96 por ciento de sus ingresos en divisas, cualquier recorte en las ventas internacionales del producto podría resultar desastroso para una dictadura que se tambalea. Sobre todo si pierde a un cliente como los Estados Unidos, que le compra y le paga en moneda dura la cantidad de 800,000 barriles diarios de petróleo de una producción total de 1,9 millones de barriles. Sería el clavo final que podría cerrar en forma hermética el ataúd de un ya moribundo Nicolas Maduro.
Pero todo indica que Trump no está dispuesto a clavar ese clavo porque traería consigo consecuencias negativas para su partido en las elecciones parciales del 2018 y para sus aspiraciones reeleccionistas en las generales del 2020. El precio del galón de gasolina en los Estados Unidos podría aumentar en un respetable porcentaje. Y ahí es donde ha empezado la marcha atrás y la adopción de medidas cosméticas que cubren las apariencias pero no son suficientes para acelerar el final de la dictadura.
En tal sentido, el pasado 31 de julio, el Gobierno de Estados Unidos se limitó a imponer sanciones económicas directas contra Nicolás Maduro, no contra su régimen. Le congelaron sus activos personales bajo jurisdicción estadounidense. Un pellizco en la fortuna de un ladrón que tiene inversiones y cuentas bancarias en todo el mundo. Con ello, Trump se ha quedado corto en sus medidas y Maduro se ha envalentonado ante la duplicidad del único adversario que puede ponerle fin a su régimen sin necesidad de disparar una sola bala.
Entonces aparecieron las contradicciones, siempre las contradicciones en una Administración Trump que parece incapaz de la coherencia y la disciplina. Por una parte, el Secretario de Estado, Rex Tillerson, hablaba de crear condiciones para que Maduro se convenciera de que “no tiene futuro y se marche por decisión propia” o que el Gobierno regrese a la vía constitucional.
Por otra, mientras Tillerson hablaba de “convencer” a Maduro de abandonar el cargo, otro funcionario del Departamento de Estado enviaba un mensaje contradictorio. Michael Fitzpatrick, el encargado del Departamento de Estado para Suramérica, en entrevista con la agencia EFE el 01AGO17, afirmó que EEUU “respeta al gobierno oficial de Venezuela y del presidente Maduro en este momento” con el cual “queremos dialogar”.
Si esta tragedia de sangre y lágrimas no fuera tan dolorosa estas declaraciones serían motivo de risa y hasta de burla. ¿Cómo es posible que funcionarios de la nación más poderosa y próspera de la Tierra se expresen con tanta ignorancia sobre un régimen manipulado y asesorado por una tiranía feroz de 58 años como la de Cuba? Me inclino a pensar que, más que ignorancia, estamos en presencia de un subterfugio diplomático cuyo objetivo es justificar la inercia.
Sin embargo, hay un ingrediente en todo este entuerto que no controlan ni Trump ni Maduro: el pueblo heroico de Venezuela. Esta gente sabe que no puede regresar a casa porque la dictadura se graduaría como tiranía, al estilo de la cubana. Saben que es ahora o nunca y vaticino que seguirán desafiando la muerte para que viva la patria. Eso podría desencadenar un mar de sangre como no visto antes en la historia reciente de América. Los ciegos tendrían que ver y los paralíticos tendrían que andar.
Esa cosa inútil que es la Organización de Estados Americanos y su diletante amanuense Luís Almagro cobrarían importancia transitoria como vehículo para solucionar la crisis. Una convocatoria por parte de Washington de una reunión de cancilleres podría ser la fórmula para crear una fuerza interamericana de intervención en Venezuela. Esa fórmula salvó del comunismo a la República Dominicana en abril de 1965.
En aquel momento Lyndon Johnson decidió cortar por lo sano y frustrar los planes del ex Presidente Juan Bosch y del Coronel Francisco Caamaño Deñó, de crear un eje comunista con la tiranía castrista con el potencial de extenderse a otras islas del Archipiélago de Las Antillas. Johnson convocó a la OEA y los demás miembros votaron a favor de la ponencia de Washington de intervenir en la República Dominicana.
La fuerza interamericana estuvo integrada en su mayoría por soldados norteamericanos pero Brasil, Honduras, Nicaragua, Panamá, Costa Rica y El Salvador enviaron tropas. Para acentuar aún más la condición multinacional de las fuerzas invasoras, el general brasileño Hugo Panasco Alvin fue designado jefe de las fuerzas terrestres de la OEA.
Como antes en nuestra historia, América se encuentra una vez más en una encrucijada donde se decidirán la esclavitud o la libertad. El desenlace del drama venezolano nos impactará a todos los que vivimos en este continente, incluyendo a los Estados Unidos. Luego nuestra suerte está estrechamente ligada a la de esa tierra rebelde y bravía. En este momento todos tenemos que actuar como venezolanos para garantizar nuestra democracia y nuestra libertad. Ojalá Donald Trump entienda el mensaje y actúe en consecuencia.