LA JORNADA

Bullying

Por Paula Martino*
José es un adolescente de 15 años, que llega a la consulta traído por sus padres a raíz de una denuncia de la escuela por estar acosando y agrediendo, junto con su grupo de amigos, a un compañero. Se presenta al consultorio con todo “su armamento”: Pelo corto y alineado, ropa de marca, zapatillas preferidas de los skaters y surfistas, y, en su mano, casi como una prolongación, un enorme teléfono celular. Su actitud seductora y atenta a mi persona, trasluce un gran interés por convocar la mirada. Se sienta frente a mí y sobre el escritorio apoya enérgicamente su ostentoso y ruidoso Iphone, el cual le pido que apague durante el tiempo que dure la sesión.

José es el menor de tres hermanos, el último intento fallido de sus padres de buscar a una hija, mujer. Desde que era niño, su madre le contaba que se iba a llamar “Josefina” en el caso de hubiese sido una mujer y que, al enterarse de su masculinidad en una ecografía durante el embarazo, habían decidido “quitarle las últimas sílabas del nombre”.

De chico usaba el pelo largo por gusto de la madre (a él no le molestaba) y solía jugar con niñas. Habitualmente, en su casa, se ataba el pelo con una colita y se colgaba una cartera. Su padre, irritado por estas conductas, lo sancionaba y agredía verbalmente, más que nada por sus gestos poco masculinos. Su madre, no intervenía. José siempre ha tenido dificultad para “agarrar” las cosas, las que muchas veces, se le caían de sus manos por no tomarlas con fuerza. Su padre lo llamaba “manitos de manteca”.

En su relato se observa con claridad las dificultades de José para encontrar una versión de la masculinidad, una imagen sexual para él. La posibilidad de un encuentro sexual, aunque sólo sea una relación para salir a pasear con una chica, era inimaginable para él.

La elección de José del “chico víctima” del acoso escolar estaba condicionada por los rasgos extremadamente femeninos que presentaba: De origen extranjero, su pelo largo era sujetado con una colita. Su voz suave era acompasada por delicados movimientos de sus manos. A José era esto lo que lo exasperaba, más aún que su pelo largo.

Si bien en el bullying no hay un perfil único de agresor ni tampoco de víctima, observamos algunas constantes. En el agresor, como en el caso citado, solemos encontrar antecedentes de haber sido violentado en su propia familia. Hay acosadores con rasgos perversos evidentes, pero también los hay que basan su acto en obtener un beneficio concreto. En general, resulta ser un hábil manipulador, capaz de captar el punto débil del otro para lastimarlo sin sentir por ello el menor sentimiento de culpa. La coexistencia de los rasgos de seductor y maltratador, le permite hacer reír a los demás pasando desapercibido ante los adultos.

Por otro lado, el único rasgo en común de las victimas parece ser la existencia de algún signo que les hace parecer, ante el grupo, como raros: demasiado inhibidos o descarados, o simplemente que no visten ropa de marca, que no siguen la moda, que son gordos, homosexuales, de otra nacionalidad, etc. Sus rasgos “extraños” y particulares, los diferencian de los “normales”.

Los lugares preferidos por los agresores para hostigar a sus víctimas suelen ser los rincones del colegio y los baños, donde quedan al resguardo de la mirada de los maestros y, al mismo tiempo, son ideales para la convocatoria de espectadores. El bullying es siempre un ternario formado por: el o los agresores, la víctima y el grupo de espectadores (testigos mudos y expectantes). Estos últimos son, con su pasividad, los que sostienen el acoso persistente, de la misma manera que con su oposición podrían frenarlo. Sin embargo, ninguno de estos testigos se atreve a denunciar por temor a caer en el lugar del agredido ya que, siendo cómplice del agresor, se asegura su inclusión en el grupo dominante. Los adolescentes dudan de su condición de “normales” y temen caer en un lugar del “Friki” (anormal), por lo cual, en determinados tipos de personalidades, llegan a adoptar las conductas más inhumanas y antisociales que podríamos imaginar a fin de no ser apartados del grupo.

Así era como José junto a sus espectadores acorralaban a su víctima en el baño de “hombres” insultándolo y degradándolo por su condición asumida de homosexual. Su acto más “divertido” para él, había sido cortarle mechones de su melena. Al poco tiempo, el acoso dió un paso más, dejando de caracterizarse sólo por la “visibilidad” ante los espectadores y pasando a la “viralidad” – ciberacoso – a través de las redes sociales. Mientras José atacaba furtivamente de la mirada de los maestros a su víctima, los amigos lo registraban con sus teléfonos móviles al estilo de un reality show.

El ciberacoso incluye modalidades diversas: mensajes dañinos o amenazantes a través de las redes sociales (Facebook, Twitter, etc.), llamadas o emails acosadores, difamaciones en la red, envío de fotos personales o íntimas realizadas con el celular, amenazas en chats.

El fenómeno del bullying o acoso escolar que ha existido siempre en los colegios – si bien no a este nivel de brutalidad y de viralidad característica de la época actual – , tiene un elemento constante, que es la posición de dominio y la satisfacción sádica que algunas personas encuentran en someter a otros a su capricho. Pero si bien esto ha existido siempre como el ejercicio del abuso en la escuela cabe preguntarse: ¿Cómo se ha llegado a esta instancia, qué está pasando en la sociedad actual para que el nivel de agresión y humillación al otro sea tan brutal e ilimitada? La respuesta a esto la podemos encontrar fundamentalmente en dos cuestiones: La decadencia de la figura de autoridad, encarnada tradicionalmente por la imagen del padre y sus sustitutos, maestros en este caso. La segunda, la gran importancia de la mirada, “el ser mirado” por los otros, incluso en lo íntimo, para “existir” en el mundo digital y en las redes sociales.

https://www.youtube.com/watch?v=iTAs3xAEc_o

Actualmente, el aula de los colegios, es un aula desierta de la palabra ordenadora del adulto, particularmente del profesor, figura a la cual se enaltecía por la atribución de un saber y al mismo tiempo se miraba su moral como un ejemplo a seguir. Este tipo de relación, de jerarquía vertical, ha sido sustituida por un modo de relación inconsistente, un modelo horizontal donde los adolescentes estarían en un estado de abandono y desprotección, donde cualquier alumno podría llegar a ser víctima de otro. Si antes era el maestro el que regulaba el ejercicio de esa violencia, actualmente puede ejercerse sin impunidad por el acosador ya que no existe ley que la sancione.

Por otro lado, la época actual promueve y exige un “todos iguales” en los estilos de vida, “ser como los demás”, esto se escucha en los pacientes de manera recurrente y va de la mano de la obsesión por el consumo de objetos desenfrenado como garante de la felicidad, por el “tener” (un IPhone a los 13 años, las mejores zapatillas, iguales a las de los demás, etc.). Los adolescentes hoy en día se definen más por lo que “tienen” que por lo que son.

Por oposición, la característica que comparten las víctimas de la violencia es que ellos si muestran lo que les falta: el pobre (sin dinero), inmigrantes (sin papeles), homosexuales (sin virilidad), alumnos frikis (sin normalidad). Entonces como la época exige un “todos iguales” en los estilos de vida, lo que intenta tanto el agresor como el testigo, es “asegurarse” ilusoriamente una pertenencia a un grupo de los que “están completos” y no al de los diferentes, que “les falta”. Pero, lo más preocupante de esta situación, y a trabajar por padres, maestros e Instituciones escolares, es que estos pseudo amos “todopoderosos” creen que a través de la discriminación, segregación y aniquilación del “raro” lograran salvaguardarse de lo inherente a la condición humana: la falta.

*Psicoanalista, Buenos Aires, Argentina

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