Por Herminio Otero Martínez
Leemos y escribimos más que nunca, aunque no sean más que breves mensajes. Y crecen las horas que pasamos en Internet a la vez que las horas que pasamos viendo la televisión.
Leemos menos revistas, periódicos y libros y, cuando leemos, lo hacemos con menos continuidad y profundidad, aunque se lean muchas más páginas web.
Leer tinta impresa transfiere sensaciones imposibles de reproducir (aún) por las pantallas o los libros electrónicos. La digitalización de los libros ofrece cada vez más ventajas, sobre todo de fácil acceso. Sin embargo, hay una diferencia radical entre la lectura tradicional y la digital más allá de los aspectos estéticos o románticos: los hipervínculos nos dispersan y el contenido se modifica con secciones aptas para la búsqueda, vídeos y animaciones… Y estas modificaciones también alteran la manera en que usamos, experimentamos y comprendemos el contenido.
La Red promueve la lectura fragmentada y selectiva: cada vez leemos menos textos completos (y, si lo hacemos, nos saltamos párrafos con más facilidad).
A la vez, sucede un fenómeno curioso: los productos tradicionales están cambiando su aspecto para asemejarse cada vez más a los productos digitales, porque es lo que el lector espera leer. Y el libro, tanto el tradicional como el electrónico, también está transformándose para adaptarse a la tecnología.
Frente al ordenador, que es “una máquina de interrupciones constantes”, el libro tradicional te permitía aislarte y concentrarte sobre un único contenido. Pero, como resume Nicholas Carr en Superficiales, leer en un libro electrónico se parece bastante a leer en una pantalla de ordenador conectado a la Red: incluyen hipervínculos, sonido, animaciones, bloc de notas, diccionario y están conectados a redes sociales, de manera que la lectura se ve salpicada de enlaces, vídeos y otros estímulos, como ya ocurre con el sitio web Google Books.
Todo ello influye en nuestra capacidad de leer textos profundos con una cuota de atención sostenida, pues, como señala el psicólogo Steven Johnson, “la inmersión absoluta en otro mundo creado por el autor podría verse comprometida”. El libro electrónico nos aboca a terminar leyendo libros tal y como leemos revistas y periódicos: picoteando de aquí y de allá.
Y no solo cambia nuestra forma de leer libros a medida que leemos libros electrónicos; la tecnología terminará afectando al tipo de libros que publicarán las editoriales. Lo resume N. Carr: “Es ingenuo pensar que los libros no van a cambiar en sus versiones digitales. […] Y eso ejercerá presión también sobre los escritores. Ya les ocurre a los periodistas con los titulares de las informaciones, sus noticias tienen que ser buscables, atractivas. Internet ha influido en su forma de titular y también podría cambiar la forma de escribir de los escritores”.
El lector cada vez se huye más de las lecturas farragosas y apuesta por la “lectura de autobús”. Y los escritores y editores, según Steve Johnson, “empezarán a preocuparse por cómo determinadas páginas o capítulos vayan a aparecer en los resultados de Google, y diseñarán las secciones específicamente con la esperanza de que atraigan esa corriente constante de visitantes llegados mediante una búsqueda. Los párrafos iniciales llevarán marcadores descriptivos que orienten a los potenciales buscadores; y se probarán distintos títulos de capítulos para determinar su visibilidad para las búsquedas.”
El lenguaje se verá alterado, e incluso degradado. El paso de la cultura oral a la cultura escrita modificó la manera de expresarse. Los autores descubrieron a un lector atento y comprometido tanto intelectual como emocionalmente con su texto y exploraron la riqueza del lenguaje, que sólo podía asimilarse a través de la página impresa, hasta que se separó totalmente de la forma de expresarse oralmente.
Seguimos acumulando libros, quizás ya no tanto en papel como en formato digital. Y en muchas ocasiones son libros que no leemos. Los japoneses tienen la palabra tsundoku, que significa “apilar sin leer” y se refiere a la costumbre de comprar libros y amontonarlos sin leerlos hasta que no tenemos más espacio en casa. Lo mismo se puede aplicar a quienes llenan un disco externo con libros electrónicos: obras bajadas de la red, sobre todo algunos clásicos y especialmente si son gratis, que les gustaría leer pero que saben que nunca leerán.