Vivimos una época de dominio y transformación. Sin embargo, corremos el peligro de incurrir por negligencia en el olvido de uno mismo. La responsabilidad es de todos, que no respetamos la jerarquía de los valores. Aún no hemos aprendido a valorar los recorridos, a ponerlos al servicio de toda vida humana. Y así, una buena parte de la población la hemos excluido. Viven en el mundo, pero se sienten extraños en un hábitat del que disfrutan unos cuantos privilegiados. Los gobiernos deberían considerar estos abusos, avivando otras corrientes de pensamiento más generosas, con otra dialéctica de sabiduría que fomente la claridad ante todo, lo afable en el conversar para generar confianza, y la prudencia siempre. Al igual que la participación de la ciudadanía en la gobernanza es un pilar básico de la democracia, también es fundamental promover el conocimiento entre las culturas, impulsando toda divulgación científica o artística, que mejore nuestra calidad existencial. Precisamente, en este mes de noviembre, cuando celebramos el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo (día 10), sería bueno recordar el compromiso asumido en la Conferencia Mundial sobre la Ciencia, que se celebró en Budapest en 1999, bajo el auspicio de la UNESCO y el Consejo Internacional de Uniones Científicas. Lo mismo debiera suceder con la celebración del Día Mundial de la Filosofía (tercer jueves de noviembre), pues es desde la profundidad del pensamiento como se puede llegar a converger ideas que nos ayuden a mejorar nuestra propia existencia humana, nuestro abrazo común y fraterno.
Si la filosofía es el diálogo del asombro a lo largo de los diversos períodos existenciales con el arte y la literatura, con todo aquello que nos produce inquietud; de igual modo, la ciencia complementa esa búsqueda que nos da valor y nos insta a la acción. Todas las ruedas son necesarias para llegar a buen puerto, ya que la ciencia por sí sola no puede dar respuesta al problema del significado de las cosas, pero tampoco la filosofía puede resolverlo todo desde las buenas intenciones. Pongamos por caso, la sostenibilidad de la que tanto se habla en el momento actual. Es cierto que se requieren nuevas formas de pensar sobre nosotros mismos y sobre el planeta, nuevos modos de actuar, producir y comportarse, pero también se demanda de una divulgación científica capaz de reorientarnos a esa transformación del mundo. Por ello, se me ocurre recomendar, si es que puedo hacerlo como voz del pueblo, especialmente dos moralidades o éticas: La primera, la de la valentía, capaz de proteger tanto a la filosofía como a la ciencia, en un mundo tan crecido por la falsedad y necesitado de sentido común: valor para pensar libremente y bravura para mantenerse firme en la autenticidad científica. Y la segunda, la de la humildad, con la que reconocernos seres limitados. A veces la manera cómo se presentan las cosas no es tal y como son. Por otra parte, cuando los seres humanos nos creemos dioses solemos también degradarnos. No olvidemos que el secreto del verdadero saber radica en lo más humilde y sencillo, en esas gentes que no suelen ser tenidas en cuenta.
Pensemos que mientras la ciencia calma, la filosofía inquieta; o sea, que también se complementan, en la medida que sintiéndonos tranquilos, igualmente percibimos una sensación de ansia por saber más. En este sentido, la función que desempeñan los centros y los museos científicos va más allá de la mera transmisión de información científica. Son lugares abiertos al público, donde los visitantes pueden aprender acerca de los misterios del mundo que nos rodea. Promueven la creatividad, divulgan el conocimiento científico, ayudan a los maestros a motivar e inspirar a los alumnos de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, mejoran la calidad de la educación científica y fomentan la enseñanza dentro de un contexto social. Contribuyen, además, a modificar posibles percepciones negativas sobre las repercusiones de la ciencia en la sociedad, atrayendo así a los jóvenes a las profesiones científicas y animándolos a experimentar y a ampliar nuestro conocimiento colectivo. De la misma manera, la divulgación filosófica nos acrecienta en ese amor a la sabiduría, tan necesario en los tiempos presentes, con tantos adoctrinamientos que nos llevan a un callejón sin salida. En consecuencia, tanto la ciencia como la filosofía, hoy tienen la gran responsabilidad de que podamos florecer, ya sea a través del método científico de observar y experimentar, o mediante el filosófico del pensamiento y la cultura, con el atractivo perdurable del origen de la verdad, cuestión que ha de recuperar enérgicamente su vocación natural.
Sabemos de la importancia del papel de la ciencia y los científicos en la creación de sociedades sostenibles y la necesidad de informar a los ciudadanos y de comprometerlos. Además, la filosofía ha de tender a reafirmar la transcendencia del pensamiento crítico para enganchar fructíferamente las transformaciones de las sociedades contemporáneas tan diversas como todas vitales. Cada día es más necesario el razonamiento reflexivo y la práctica del coloquio a esa apertura, tan enriquecedora, pero que puede hacer surgir tensiones. No cabe duda, que este pluralismo científico y filosófico es el que nos permitirá tener mejor vida, mejor convivencia, mejores perspectivas de futuro. Justamente, en este mismo mes de noviembre (día 4), Naciones Unidas imprimía solemnidad a la entrada en vigor del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, con un evento en el que participaron representantes de la sociedad civil. El Secretario General de la ONU expresó de esa forma su profunda gratitud en nombre de la Organización al liderazgo, valor y persistencia de ese sector para hacer realidad el histórico pacto. Ahí estamos en esa carrera contra el tiempo. Necesitamos a la ciencia para hacer la transición hacia un futuro de bajas emisiones, pero también precisamos un espíritu pensante que presione para la acción conjunta de toda la humanidad. Recordemos que no hay filosofía verdadera sin diálogo y, en un mundo globalizado como el reinante, ese parlamento es primordial. Por cierto, este es el espíritu que preside el Decenio internacional de acercamiento de las culturas (2013-2022) y la sabiduría que la UNESCO desea seguir promoviendo para erigir en la mente de los hombres y las mujeres los baluartes de la paz, como reza su Constitución.
Soy, por tanto, de los que piensan que se requiere una mayor divulgación científica y filosófica si en verdad nos queremos entender, puesto que ambas están en el orden de la razón natural. De hecho, sí la filosofía nació y comenzó a desarrollarse cuando el ser humano empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su fin, también la ciencia surge de una necesidad por evolucionar hacia una mentalidad más precisa, con el consabido injerto de serenidad y equilibrio que nos transmite. En cualquier caso, siempre es liberador activar cualquier energía creativa, un tipo de proceso de aprendizaje en el que profesor y el alumno se encuentran en el mismo individuo, pero que es innato e, indudablemente, nos hará avanzar en el respeto y en la naturalidad de lo que somos. Téngase en cuenta, que uno no puede respetar si no se respeta asimismo. Aparte de que quien es auténtico, como decía el inolvidable pensador Jean Paul Sartre, asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es. Al fin y al cabo, en la actualidad abunda mucho la superstición y poco la ciencia, los aprendices de filósofos y apenas pensadores, para descubrir verdades, o al menos para ensañarnos, a dudar y a preguntarnos. Ya saben el dicho popular; quien dice saberlo todo, al fin no sabe nada.
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