LA JORNADA

El hombrecito del cohetico

La diferencia es obvia. Las amenazas de Donald Trump, como antes las de Ronald Reagan, llevan la credibilidad del hombre que las hace. Los delincuentes y los tiranos saben con quién se meten

Donald Trump acostumbra a decir con esa franqueza que le gana partidarios y adversarios al mismo tiempo que al llegar a la Casa Blanca se encontró con un gigantesco desastre. Esta es una afirmación del presidente que, contra la diatriba de sus muchos detractores, no puede ser considerada exagerada. Yo, por mi parte, pienso que se ajusta a la realidad y que quizás el ingrediente mayor de ese desastre es la erosión del respeto internacional a la otrora temida primera potencia mundial. Pero, aunque los ocho años del “gran apaciguador” que le antecedió en el cargo fueron los peores, el hecho incontrovertible es que ese deterioro peligroso comenzó desde la presidencia de Bill Clinton y continuó con la de George W. Bush.

Para entender con mayor claridad la herencia nefasta con la que tiene lidiar Trump pasemos revista a los 25 años del pago de chantaje por los Estados Unidos a los tiranos de Corea del Norte. A finales de 1991, las dos Coreas–Norte y Sur–firmaron un acuerdo en el que ambas se obligaban a trabajar juntas por la desnuclearización de la península coreana. Cuando los norcoreanos violaron el acuerdo en 1994, Bill Clinton decidió regalarles 4,000 millones de dólares para la construcción de un reactor de agua ligera con la capacidad de producir energía nuclear para fines pacíficos.

Una política similar fue la seguida por el Presidente George W. Bush durante su período de gobierno entre los años 2000 y 2008. Según un informe emitido en el 2014 por el Servicio de Investigación del Congreso, entre 1995 y 2008, los Estados Unidos proporcionaron a Corea del Norte una asistencia equivalente a 1,300 millones de dólares. Tal como hicieron con los chantajes pagados por Clinton, los norcoreanos utilizaron el dinero de Bush para seguir financiando su programa de armas nucleares y de cohetes intercontinentales.

Por su parte, el Mesías Obama enfrentó el reto de los orates de Pyongyang con la misma política de apaciguamiento que bautizó como ‘paciencia estratégica’ y que siguió frente a Rusia, Irán y Siria. Antes le había dicho a Bashar al-Assad que si pasaba la línea roja de gasear a civiles sirios pagaría las consecuencias en términos militares. No lo hizo. Lo que sí hizo fue enviar mensajes de apaciguamiento a Vladimir Putin de que sería más flexible ante sus demandas después de su reelección en el 2012. Una claudicación ante Putin y una retórica palabrera de amenazas vacías a al-Assad que nadie le creía y que mi abuelo llamaba de “mucho ruido y pocas nueces”.

Pero, para esconder su cobardía, los tres antecesores de Donald Trump hicieron un ruido que resultó ridículo. Después de pagar el chantaje, Clinton amenazó a Corea del Norte con que “no sobreviviría como nación si se enfrentaba al poderío militar de los Estados Unidos”. En sentido similar, aunque menos directo, George W. Bush declaró que: “Estados como éste y sus aliados terroristas, constituyen un ‘eje diabólico’ que amenaza a la paz mundial”. Para no quedarse atrás, en una visita a Corea del Sur en el 2014, Barack Obama dijo que los Estados Unidos “no dudarían en utilizar su poderío militar para defender a sus aliados”.

Estos tres hombres eran comandantes en jefe del ejército más poderoso del mundo en los momentos de sus presidencias pero los rufianes de Corea del Norte no sólo no se amedrentaron con sus amenazas sino los extorsionaron, les mintieron y hasta se burlaron de ellos. Ninguno logró el objetivo de que desistieran de su carrera armamentista nuclear. Donald Trump no lo ha logrado hasta el momento y no sabemos si lo logrará en el futuro. Pero ni les ha pagado chantaje ni les hará concesión alguna mientras no den pasos concretos hacia la desnuclearización de la península coreana. Eso lo ha dicho bien claro el presidente Trump como condición “sine qua non” para la pautada entrevista con Kim Jong Un. La diferencia es obvia. Las amenazas de Donald Trump, como antes las de Ronald Reagan, llevan la credibilidad del hombre que las hace. Los delincuentes y los tiranos saben con quién se meten.

Desprestigiadas han quedado las acusaciones de la prensa que se niega a dar crédito a toda iniciativa de Donald Trump. Cuando el presidente llamó a Kim Jong Un “el hombrecito del cohetico”–mi traducción liberal porque tanto el hombre como el cohete son chiquitos cuando se les compara con Trump y con los cohetes de los Estados Unidos–la prensa de izquierda se escandalizó y lo acusó de conducir al país a un holocausto nuclear. Aún más intensos fueron los gritos cuando Trump le advirtió a Kim que si atacaba a los Estados Unidos o a cualquiera de sus aliados sería confrontado con “fuego y furia”. Y para rematar le dijo al cerdito asesino: “Mi botón nuclear es más grande que el tuyo y si funciona”.

Esta es la forma de hablar de la gente apresurada de Manhattan pero está en concordancia con la misma ideología conservadora y con la misma estrategia frontal de Ronald Reagan para enfrentar a los enemigos de los Estados Unidos. En total desafío a sus asesores diplomáticos, en un discurso que pronunció el 8 de marzo de 1983, Reagan advirtió del peligro de congelar el plan de armamentos de los Estados Unidos. Acto seguido calificó a la Unión Soviética como “el imperio diabólico”. Fue una especie de preámbulo a un discurso que pronunció el 12 de junio de 1987 en la simbólica Puerta de Brandenburgo, en Berlín. Entonces le dijo al Secretario General del Partido y Primer Ministro de la Unión Soviética: “Mister Gorbachev,Tear down this wall” (Derrumbe esta pared). Dos años más tarde, el 9 de noviembre de 1989, la pared se vino abajo.

Ahora, contra todo pronóstico y frente a toda crítica, Donald Trump se prepara a enfrentarse a otro enemigo de los Estados Unidos. El presidente ha aceptado la oferta de Corea del Norte sobre una reunión entre los mandatarios de ambos países el próximo mes de mayo para discutir las diferencias sobre cuestiones nucleares. Esta oferta se produce en medio de predicciones de confiables organismos de inteligencia de que Corea del Norte está a tres o cuatro meses de lograr un misil balístico intercontinental con capacidad de llegar a territorio norteamericano. Luego, Trump tiene poco tiempo y pocas opciones. Sin embargo, con Kim anunciando ahora estar dispuesto a un entendimiento, Trump no puede negarse a un encuentro, aunque sólo sea por cuestiones de percepción.

Desde luego, existen otros riesgos. El principal es que, como su abuelo y su padre antes que él, Kim esté mintiendo sobre su disposición a abandonar sus programas de armamentos nucleares y de misiles intercontinentales. Según expertos en el tema las sanciones no han sido tan eficaces y Kim ha invertido miles de millones de dólares en lo que considera la herramienta que puede garantizar su régimen: una fuerza nuclear estratégica. Estas realidades indican que podría haber muy pocas probabilidades de que Kim haya desistido de sus planes originales de armarse hasta los dientes.

Por lo tanto, Trump no tiene tiempo que perder. Lo primero sería lograr una visita de inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica dentro del plazo de dos semanas después del encuentro con Kim Jong Un en el mes de mayo. En el plazo de otras dos semanas, esos inspectores podrían informar a la Casa Blanca sobre el nivel de cooperación a que está dispuesto Kim Jong Un. Si el “el hombrecito del cohetico” se niega a cooperar, la Casa Blanca debe de cancelar las conversaciones, imponer sanciones sobre todos los bancos e instituciones financieras que facilitan la corriente de capital de Kim, ordenar un bloqueo naval de Corea del Norte y prepararse a utilizar el poderío militar para eliminar de raíz la amenaza nuclear a los Estados Unidos y a sus aliados. Dejar de actuar sería como entregarle al matarife el cuchillo para que nos degüelle.

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