Por Daniel Innerarity
Ciertos ciudadanos son excluidos del paraíso digital de muy diversas maneras: además de por no disponer del software o del hardware adecuado, por carecer de la formación necesaria para usar las tecnologías disponibles, por incapacidad de encontrar los espacios o el contenido apropiados a sus circunstancias, orientación y experiencias. Seguramente hay un efecto Mateo en las redes, de manera que quienes ya están bien relacionados en el espacio físico lo están también en el espacio virtual. El ciberespacio amplifica las voces de aquellos que gozan de una cierta ventaja y, frente a las aspiraciones de lograr una profundización en la democracia, Internet refuerza más bien el status quo.
En el universo del big data hay también lo que podríamos llamar ricos y pobres de datos. Esta diferencia tiene sus causas, por un lado, en la desigualdad que se refiere a la producción de datos, a su utilización e interpretación y, por otro, en relación con la reputación, valorización y visibilidad que estos medios realizan.
El entusiasmo que rodea el tema de los datos no debería llevarnos a la ilusión de pensar que todos tenemos el mismo acceso a ellos. Que los bancos de datos sean públicos no quiere decir que todos tengamos la misma capacidad para gestionarlos. Hay tres clases de personas en relación con los bancos de datos: quienes los producen, quienes tienen capacidad de almacenarlos y quienes saben cómo valorarlos. Este último grupo es el más pequeño y el más privilegiado.
Además, los algoritmos, que en apariencia se limitan a registrar la popularidad y reputación, también generan desigualdad. Los algoritmos se proponen calcular la verdadera naturaleza de la sociedad, sus gustos, valoraciones y estimaciones, a partir del comportamiento de los internautas. Quienes los diseñan parten de la idea de que las noticias no deben ser elegidas por los periodistas, no son los políticos quienes establecen la agenda política, la publicidad no debe ser la misma para todos y las categorías de pertenencia tradicional representan mal a los individuos.
El procedimiento que propone registra la reputación a partir del movimiento de los internautas y de este modo se supone que nos libera del paternalismo de los prescriptores. Nos aproximaríamos así a un mundo sin prejuicios ideológicos, racional, emancipado de la subjetividad de quienes lo gobiernan. En su versión economicista, los liberales defienden la capacidad de la sociedad de organizarse confiando al mercado la tarea de reflejar lo que los Estados deforman; en su visión libertaria, estaríamos ante un mundo articulado por la agregación de la multitud sin autoridad central. Lo que unos y otros parecen ignorar es que de este modo se replican también las jerarquías y desigualdades sociales.
Los algoritmos del big data registran, prescriben o jerarquizan únicamente en virtud del rastro que dejamos con nuestros comportamientos, y en este sentido pueden reclamar para sí un respeto absoluto por nuestras decisiones libres, que no condicionan. En principio se trata de una técnica que parte de la premisa de que cada uno puede escoger libremente.
Pero esta pretensión no deja de tener un efecto ambiguo también en lo que se refiere a la igualdad. Resulta paradójico que en un momento en el que los internautas se consideran a sí mismos como sujetos autónomos y libres de las prescripciones tradicionales, los cálculos algorítmicos nos condenen, por así decirlo, a no escapar de la regularidad de nuestras prácticas, como si estuviéramos atrapados por nuestro propio pasado y fuéramos incapaces de modificarlo. Esta es la raíz del conservadurismo implícito en el big data. Los algoritmos, supuestamente neutrales, que se presentan como meros reflejos de los gustos y elecciones de la gente, y que no pretenden sino identificar los comportamientos de los internautas, reproducen sus desigualdades y discriminaciones.
Por otro lado, los algoritmos concentran la atención en unos pocos y sobrevaloran a los bien posicionados. La Red proporciona a los mejores dotados unos mayores medios de enriquecer su capital relacional y de acceder a más recursos y oportunidades.
El mundo visto por Google es un universo meritocrático que confiere una visibilidad desproporcionada a las páginas web más reconocidas, exacerbando así las desigualdades. La fabricación de la popularidad viral privilegia el mimetismo y la obsolescencia. Asistimos a una concentración de la atención en torno a ciertas informaciones que adquieren una gran popularidad, repentina y breve, en virtud de los efectos de coordinación que orientan al público hacia determinados productos.
El espacio de Internet y la dinámica puesta en marcha por las redes sociales ha desestabilizado la verticalidad del mundo analógico. Pero sigue habiendo ricos y pobres en el mundo digital.