Por Adela Cortina
Nuestras sociedades son sumamente contradictorias en lo que hace a la enseñanza de la filosofía y de esa parte esencial suya que es la ética.
En la ESO la ética se ha reducido a una materia de escuálidos “Valores Éticos”, alternativa a la religión por más señas, con lo que se abona la falsa convicción de que hay una moral para ateos y otra para creyentes. Cuando lo cierto es que todos deberían compartir la misma ética cívica. En el Bachillerato la Historia de la Filosofía, que en un tiempo fue obligatoria, se pierde entre una maraña de optativas. Y en las universidades, las Humanidades, entre ellas la Filosofía, se devalúan con la coartada de que no parecen engrosar el PIB de los países.
Y, sin embargo, responder con altura humana a los desafíos de nuestro tiempo sigue exigiendo contar con un bagaje como el que proporciona muy especialmente la filosofía. Para muestra, algunos botones.
Se repite hasta la saciedad que la falta de ética es una de las causas de las crisis económica y política, se insiste en la perversidad de la corrupción, en la falta de responsabilidad de los líderes, que ponen su ego frente al bien común, se habla de la importancia de las emociones en la vida pública y de que no pueden llevarnos, sin embargo, a olvidar los argumentos. Catástrofes como la victoria del Brexit en el referéndum británico nos instan a construir una mejor Europa, fiel a su compromiso con los derechos económicos y sociales de las personas, leal a las exigencias de la hospitalidad con quienes no tienen más alternativa que la desesperación y la muerte. Seguimos creyendo que el camino para construir democracias auténticas es una ciudadanía lúcida y madura, capaz de reflexión, crítica y argumentación, convencida del valor de la autonomía y de que sólo puede conquistarse desde la solidaridad. Nombramos comités de bioética en distintos niveles y, salvo honrosas excepciones, ninguno de sus miembros se ha formado en ética. Criticamos las consecuencias nefastas del capitalismo financiero y abjuramos verbalmente de la pobreza y la desigualdad.
Y si nuestras convicciones son éstas, ¿no es una contradicción flagrante abandonar en las aulas aquellos saberes que, codo a codo con los demás, cobran su sentido de potenciar la reflexión y la crítica, la argumentación frente al fundamentalismo y los dogmatismos, la deliberación y la apuesta por los mejores valores?