La FIFA, organismo encargado de regular (entre otras cosas) el espíritu deportivo dentro y fuera de las canchas de fútbol, al descubrir el significado del contagioso mugido en las tribunas tricolores cada que el portero despeja el balón, erizó sus cabelleras internacionales para multar a la Federación Mexicana por tener una afición que promueve la homofobia vía satélite.
Pensar en esta medida como una extravagancia primermundista, es lo mismo que desestimar el dicho “la pluma es más poderosa que la espada”, que en el argot balompédico vendría a ser “la mentada de madre es más hiriente que el botellazo”.
Un taxista le grita “¡guapa!” a un transeúnte. A diferencia del 99.9%, el receptor interpone una demanda contra el emisor. “¡¿A dónde vamos a ir a parar?!”, exclamamos con horror la grosera mayoría, e imaginamos a este personaje, ávido de fama, incapaz de aceptar un “piropo”, sembrando la semilla de interminables filas de quejosas en el Ministerio Público gracias a nuestro folclore verbal.
—¿Le lleno el tanque? —pregunta un gasolinero.
Todo bien, excepto que mi mujer usa las piernas en vez del coche para ir a comprar al minisúper de la esquina.
La palabra, valga la analogía, no es más que un vehículo para transportar ideas y sentimientos, el cual, si no es utilizado con responsabilidad, debe y tiene que traer consecuencias, del mismo modo en que es infraccionado el automovilista por pasarse la luz roja o no abrocharse el cinturón.