LA JORNADA

No me gustan los espíritus recluídos

No me gustan los espíritus recluidos, prefiero las mentes abiertas, con memoria y esperanza. Ciertamente, conviene recordar nuestras raíces, evocar nuestra propia historia, para levantar abecedarios firmes que nos permitan renacer en libertad y rehacer como familia, dispuesta a entenderse a través de armónicas acciones; lo que conlleva el cese de tantas hostilidades y la dejación de las armas. Los moradores del planeta requieren de una atmósfera más auténtica para que todos nos podamos sentir parte de una estirpe, donde el diálogo sea la piedra angular que nos da la identidad humana. Las generaciones presentes necesitan de acuerdos para gobernar un mundo cada día más ingobernable. Esto no es bueno. Son muchos los riesgos que atravesamos para malgastar el tiempo en reconstrucciones interesadas. Necesitamos acortar las distancias entre unos y otros, sin miedo a ser acorralados por la indiferencia. La exclusión social es la mayor impureza del hombre de hoy. Resulta, verdaderamente conmovedor, la falta de humanidad ante la profunda degradación del ser humano, la carencia de poder por parte de aquellas personas con estatus socioeconómico bajo, o la privación económica de acceso a recursos básicos de algunas gentes.

Tampoco me atraen los espíritus atormentados, que en el fondo también están encarcelados, pero es al tormento de la rivalidad. Ya lo decía el inolvidable reformador alemán, Martín Lutero, cuando apuntaba, “que tenía tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia”. Desde luego, cuando muerden dejan una herida tormentosa, profunda, que dura y dura y dura… A veces pienso que hasta la eternidad, pues en cuanto nace la bondad, germina contra ella el rencor, y antes pierde el sol su cielo que la virtud su dentera. En efecto, quizás necesitemos otro rostro más rejuvenecido para no desfallecer a la hora de construir puentes de unión y superar los muros que nos distancian. Tal vez, más que nunca, precisemos tranquilizarnos, a sabiendas de que la única competición posible entre los ciudadanos es buscar quién es capaz de ofrecerse como servidor, de llevar a buen término el servicio colectivo más grande, de trabajar incansablemente sin que nos pueda el desánimo ante el aluvión de adversidades. Siempre hemos de estar disponibles y abiertos, dispuestos a donarnos, a comprender más allá de las palabras y de las buenas intenciones. Se necesitan en el mundo ciudadanos de bien, mujeres y hombres de buena voluntad, con coraje, dispuestos a no dejarse amedrentar por sociedades injustas que todo lo corrompen y envician, lo devoran y empequeñecen.

Nada de espíritus pasivos. Hay mucho trabajo por hacer . Con urgencia se demandan sociedades más equitativas, en las que cada uno tenga una vida digna y ante todo un trabajo justamente retribuido. El mundo obrero se ha quedado sin nervio, camina a la deriva, huérfano, y lo que es peor, sin horizonte a donde verse para seguir caminando y reordenarse la existencia. Mientras gozamos de un universo edénicamente ordenado, el desorden de sus moradores es considerable. Sorprende este contraste. Parece como si las relaciones entre seres pensantes dependiese únicamente del negocio. Por desgracia, nos hemos dejado convertir en un producto más del mercado, obviando algo tan básico como el derecho a una existencia, donde cuando menos la calidad del aire que respiramos se proteja. ¡Qué menos que un decoroso nivel de vida!. Tener esto en consideración es un motor para que haya más ambiciones y premura de actuar por parte de la humanidad entera. Nadie puede excluirse. Todo tiene que ver con el bienestar ciudadano, por insignificante que nos parezca. Con la globalización nada nos es ajeno. En ocasiones, son muchas las obligaciones que nos propiciamos, pero apenas hablamos del deber de respetar los derechos ajenos o del deber de colaborar con los demás y de actuar con sentido de responsabilidad.

La irresponsabilidad es el gran tropiezo de este siglo. Son muchos las individuos que actúan de manera adoctrinada, sin autonomía alguna, coaccionados hasta el extremo de no reconocerse ni ellos mismos. Se nos olvida que todo ser humano tiene que proceder por propia iniciativa y libremente, a tomar su camino y sus acciones. Solamente aquella libertad que se somete a la conciencia de la persona nos hace crecer, porque tras la verdad siempre está la clemencia, que es para vivirla y participarla. No nos llenemos la boca con lenguajes que no sentimos; acerquémonos a la palabra con el corazón en la mano, y será cuando entendamos que la pobreza también es no abrazar la mirada de un niño tristemente desconsolado. Seamos responsables, en consecuencia, y salgamos, cada cual consigo mismo, a fortalecer la unión y la unidad, el espíritu de que somos una sola familia humana en un evidente planeta que es de todos y de nadie en particular. Como bien ha señalado uno de los líderes actuales, conocido por su humildad y reconocido por sus gestos de opción preferencial por los marginados y sufrientes, hoy Papa Francisco, de nombre secular Jorge Mario Bergoglio: “el ser humano se las arregla para alimentar todos los vicios autodestructivos; intentando no verlos, luchando para no reconocerlos, postergando las decisiones importantes, actuando como si nada ocurriera”. Lástima que lo responsable no cotice en nuestro diario de vida, pues lo primero que mejoraría sería nuestra salud como estirpe.

Sin duda, el genuino buscador sabe que en esa búsqueda de libertad siempre se aprende, pues uno siempre es el principal responsable de lo que nos acontece. Lo que hoy pasa en el planeta, es fruto generado por nuestras representativas sociedades contemporáneas, cada día más inhumanas y con menos pulso social. En un momento histórico, como el presente, marcado por el fanatismo, la flojedad y el egocentrismo, multitud de almas se hallan perdidas. No se encuentran. Les resulta difícil aguantarse, perdonarse, renacerse y rehacerse, respetando absolutamente las legítimas diferencias con sus análogos, por el bien de todos y de las futuras generaciones que no pueden relegarse. La reclusión, por consiguiente, no es buena para nadie. La vida siempre hay que hacerla humana donde quiera que uno se halle. La exigencia humana de alcanzar un equilibrio interior, por muy dificultosa que sea la experiencia que vivamos, nos lleva a pensar que juntos debemos hacer mundo.

La fotografía de Wolfram y Anita Gottschalk, un matrimonio canadiense que llevan sesenta y dos años juntos, vertiendo ríos de lágrimas porque están separados en contra de su voluntad. El motivo -según ha explicado su nieta en Facebook- es la dificultad de la familia para conseguir que los acojan en la misma residencia de ancianos. Seguramente, esta imagen, nos ayuda a comprender lo fuerte que es el vínculo a la hora de vivir y ser lo que somos. Al fin y al cabo, uno siempre tiene que ser algo para alguien; y ese cualquiera, ha de ser todo para uno. Únicamente, de este modo, podemos humanizarnos, ¡hermanándonos!. Indudablemente, en esa fraternización, todos somos imprescindibles, sobre todo aquellos que nada aportan monetariamente, porque tenemos el débito de escucharles. Podíamos haber sido uno de nosotros. También todas las edades merecen idéntica sintonía aglutinadora. ¿Por qué negarles a los jóvenes un futuro de realización humana? ¿Por qué dejar a los ancianos olvidados en tantos rincones como objetos inservibles? ¿Por qué impedir a los niños dejar de ser niños?. Todos estos deshumanizadores desajustes, más pronto que tarde, nos pasarán factura. Lo significativo es no dejar de interpelarse, bajo un espíritu alentado y alimentado con profundas reflexiones. Continúe el lector, pues… continúe…

corcoba@telefonica.net

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