Fidel Castro debió de haber muerto ante un paredón de fusilamiento y suplicando a sus verdugos por su vida. Porque estoy seguro de que, como todos los narcisistas y tiranos, Fidel Castro era un cobarde.
Como otros tantos cubanos alrededor del mundo, pasada la una de la madrugada del 25 de noviembre un amigo en estado de paroxismo me sacó de la cama para decirme a gritos que Fidel Castro había fallecido. Con una familia numerosa me temí lo peor cuando sonó el teléfono y estuve a punto de increparlo. Pero, predominó la urbanidad, le di las gracias, desconecté todos los teléfonos de la casa y me fui a la cama.
Algunos de mis lectores se preguntarán: ¿Cómo es posible que Alfredo Cepero, que lleva 56 años combatiendo a la tiranía con todos los medios a su alcance, muestre tal grado de indiferencia ante una noticia de tales proporciones? Procedo a contestar a quienes formulen tal pregunta con una respuesta que ocupará todo este artículo.
Primero, una de las cosas que he aprendido en lo que ya va siendo una larga vida es a no preocuparme ni perder la compostura ante acontecimientos sobre los cuales no tengo el más mínimo control. En ese sentido, un estado mental que me ha acompañado desde mi juventud. Lo experimenté cuando con cartelones y consignas bajaba la escalinata de la Universidad de La Habana con otros estudiantes para enfrentar la violencia de la policía de Batista.
Se repitió cuando el 19 de abril de 1961, a dos días de iniciada la invasión, como parte del Batallón 7 de la Brigada 2506 que quedó en la retaguardia en Guatemala, fui despertado abruptamente para reforzar a nuestros compañeros abandonados por Kennedy en las Arenas de Playa de Girón. Si alguno piensa que estoy haciendo alarde de valentía le digo que se equivoca. No atribuyo esa reacción ecuánime a mi valor personal sino a mi fe en la Providencia Divina. Estaba y estoy convencido de que cuando en uso de mi libre albedrío tomo una decisión no hay otra alternativa que echar a un lado la duda, ponerme en manos de mi Creador y seguir el camino hasta el final. Dios se llevó a Fidel Castro y yo no tuve participación en el asunto; pero si puedo contribuir a la liberación de mi patria y estoy decidido a seguir este camino hasta que Cuba sea libre.
La muerte del monstruo es, por otra parte, un acontecimiento sin la menor relevancia. Desde que se convirtió en el hazmerreir del mundo con su caída de bruces en el El Cotorro en junio de 2001 había empezado a dar señales de deterioro físico. Los años de vida dispendiosa y la ansiedad de vivir con el terror de ser ajusticiado habían dejado su rastro negativo. Tres años más tarde, en octubre de 2004 sufrió un accidente similar en Santa Clara.
En octubre de 2006, el mismo tirano declaró que, en lo adelante, su estado de salud sería “secreto de estado”. Si es que alguna vez las tuvo, ya se encontraba en camino de perder sus facultades mentales. Puso el poder en manos del hermano “carnicero” y pasó a desempeñar el papel de “talismán” de un régimen que se mantenía únicamente a base de terror y desinformación. Cuando murió el pasado viernes hacía diez años que no participaba en las decisiones diarias del gobierno.
Pero lo que más me mortifica es que murió demasiado tarde y, sobre todo, que murió en su cama. ¡Cuántos jóvenes se hubieran salvado, cuántas madres no habrían perdido a sus hijos, cuántas mujeres no habrían quedado viudas, cuántos niños no hubieran perdido a su padre si esta alimaña hubiera muerto antes! Mejor aún si este engendro maléfico hubiera sido mandado al infierno por la misma vía violenta que desató durante más de medio siglo contra sus víctimas. Fidel Castro debió de haber muerto ante un paredón de fusilamiento y suplicando a sus verdugos por su vida. Porque estoy seguro de que, como todos los narcisistas y tiranos, Fidel Castro era un cobarde.
Estoy también seguro de que algunos de los que lean este trabajo discreparán de mi posición. Habrá incluso quienes se horroricen de que haya pedido la muerte violenta de un ser humano. Pero todas esas opiniones, sinceras o ficticias, ni me importan ni me quitan el sueño. Porque estoy convencido de que, como Mao, Hitler y Stalin, Fidel Castro no era un “ser humano”. Era un hijo de Lucifer que creó una sucursal del infierno en la Tierra. Además, estoy dispuesto a afrontar las consecuencias de desearle la muerte a una alimaña para restaurarle la vida y la esperanza a más de once millones de cubanos en la Isla y más de dos millones en el exterior. Todos hemos dado un paso adelante en el largo camino que todavía nos queda por recorrer para liberar a Cuba de sus opresores.
Ahora bien, este no es el momento para la premura, la improvisación o la euforia. Quienes integran la verdadera oposición, no se conforman con “transiciones” ficticias y demandan un cambio radical de las estructuras de gobierno y de la sociedad cubana tienen que pisar firme y andar despacio. Porque la tiranía tiene todavía los fusiles, la policía, las cárceles y la voluntad de utilizarlas para aferrarse al poder. Opino que los días del régimen están contados pero todavía no podemos hablar de fecha y hora.
Eso sí, este es el momento de la cautela, de la persistencia y de la preparación para aprovechar las oportunidades que podrían abrirse como resultado de este paréntesis que nos habrá llegado tarde pero que no podemos desaprovechar. Aún desde su lecho de enfermo, Fidel Castro era un factor de estabilidad entre las mafias que luchaban y todavía luchan por el poder dentro del régimen. Ahora con renovados bríos. En los últimos diez años los “raulistas” se hicieron con el botín y desplazaron a los “fidelistas”. Con la muerte del dinosaurio, el panorama ha cambiado y podría producir un ajuste en la balanza de poder. Los fidelistas desplazados por Raúl en la última década podrían reclamar ahora una proporción mayor del botín que les fue arrebatado. Cualquier grieta en la represa de la represión podría dar paso a un torrente de rebeldía popular que sería literalmente mortal para los tiranos y sus testaferros.
Esa sería la meta final de una libertad por la que hemos luchado en este camino de 57 años de sangre, miseria y muerte. La meta que alcanzaremos los cubanos sin otra ayuda que la de Dios porque nuestra soledad ha sido absoluta. A nadie le deberemos favores ni a nadie le permitiremos injerencias. Haríamos realidad la Cuba ilustrada de Martí, rebelde de Maceo e integra de Máximo Gómez. ¡Alerta todos los cubanos buenos que la hora se acerca!.