En un caso extremo, podría decirse que Barack Obama padece de una especie de patología de la personalidad creada por una incurable obsesión de poder. Algo similar al delirium tremens que sufren los alcohólicos cuando se les priva de su precioso elixir.
El viernes 27 de enero Donald Trump emitió una orden ejecutiva congelando de manera temporal el ingreso a los Estados Unidos de refugiados procedentes de siete países de mayoría musulmana que, al mismo tiempo, albergan a terroristas islámicos afiliados con Al Qaida e ISIS. Ese fin de semana, la premura con que la orden fue aplicada creó confusión en los funcionarios de aduanas e interrupción del flujo de viajeros extranjeros, muchos de los cuales eran residentes legales de los Estados Unidos o habían recibido visas válidas para entrar al país.
El presidente cometió un error que la prensa complaciente de la izquierda habría perdonado a Barack Obama, pero no a Donald Trump. Esa prensa se ha impuesto como misión destruirlo con todas las armas a su disposición. Lo acusaron de fascista, de “nacionalista blanco”, de violador de la constitución y de hostigador de grupos religiosos. El Torquemada de la Inquisición Española resucitado con melena rubia en la Isla de Manhattan. La histeria llegó al piso del Senado cuando el demócrata Chuck Schumer derramó lágrimas de cocodrilo mientras invocaba a la Estatua de la Libertad.
Pero el Mesías no podía quedarse atrás. Es un loro que no puede quedarse callado. Es un narcisista enloquecido por la pérdida del púlpito presidencial desde el cual sermoneaba a sus conciudadanos. Ahora es uno más entre 300 millones de norteamericanos y eso ha sido un insulto imperdonable a su vanidad reventona. Por eso, violando toda ética y tradición política, Obama aplaudió las manifestaciones contra la orden ejecutiva de Trump diciendo: “Ciudadanos ejerciendo su derecho constitucional de reunión, organización y haciendo que sus voces sean escuchadas por los oficiales electos es exactamente lo que esperamos ver cuando los valores estadounidenses están en peligro”. Y agregó: “Es lo que esperamos ver cuando los valores estadounidenses están en juego”. Pero, siempre el taimado camaleón de mil colores, no estampó su firma en la declaración. La declaración fue firmada por su asesor Kevin Lewis. De todas maneras, el daño estaba hecho.
Con esta conducta Barack Obama ha demostrado ser el menos “presidenciable” de los presidentes norteamericanos que le antecedieron. De hecho, los presidentes salientes han respetado las decisiones de sus sucesores y mantenido un respetuoso silencio. Una especie de regla no escrita de “no estorbar”. ¡Qué inmenso contraste con la conducta elegante y caballerosa de su predecesor, George W. Bush, quién mantuvo silencio ante sus innumerables críticas y sus ataques arteros! Obama llegó incluso a calificar a Busch de “antipatriótico” por el nivel de deuda que éste había acumulado. La ironía fue que Obama paso después a acumular él solo una deuda superior a la de todos sus predecesores en la Casa Blanca.
En un caso extremo, podría decirse que Barack Obama padece de una especie de patología de la personalidad creada por una incurable obsesión de poder. Algo similar al delirium tremens que sufren los alcohólicos cuando se les priva de su precioso elixir. Los estudiosos del tema señalan que los principales síntomas de esta enfermedad son confusión, desorientación, alucinaciones visuales y auditivas, fiebre y otros signos de hiperactividad autónoma.
Un experto en la forma en que esta enfermedad se manifiesta en los políticos es el doctor Nayef Al-Rodhan, profesor de la prestigiosa Universidad de Oxford, en Inglaterra. En su libro “La neuroquímica del poder y sus implicaciones en el cambio político”, Al-Rodhan dice: “El poder, específicamente el poder absoluto y descontrolado, produce intoxicación. Sus efectos se producen en los niveles celulares y neuroquímicos. Se manifiestan en la conducta de distintas maneras, desde el incremento de las funciones cognitivas hasta ausencia de inhibición, juicio equivocado, narcisismo extremo, perversión de la conducta y marcada crueldad”.
La descripción es aplicable a gobernantes y políticos en muchos lugares de la geografía y períodos de la historia. Ahora bien es importante tener en cuenta que cada uno de estos gobernantes ha tenido que operar dentro de su medio específico. Fidel Castro no habría podido monopolizar el poder por medio siglo en los Estados Unidos, pero Barack Obama si pudo haber emulado a sus camaradas cubanos de haber gobernado en Cuba. De ahí su debilidad frente a Vladimir Putin así como su admiración y solidaridad con los clérigos iraníes y los patanes cubanos.
En el caso de Obama, es importante señalar el hecho de que el Partido Demócrata ha perdido grandes porciones de poder tanto a nivel estatal como federal. Las cifras son dramáticas cuando consideramos que, durante los ochos años de Obama, ha perdido 9 escaños en el Senado, 262 en la Cámara de Representantes, 12 gobernaciones estatales y 1,000 escaños en las legislaturas estatales. El tiro de gracia ha sido la pérdida de una campaña por la Casa Blanca que creyeron tener en el bolsillo.
De hecho, su megalomanía ha destruido un Partido Demócrata que ya sólo gana cuando Obama está en la boleta. Lamentablemente para ellos la Enmienda Vigésimo Segunda de la Constitución Norteamericana prohíbe la reelección del Presidente. Su último recurso parece ser el de convertirse en la cabeza de la oposición a Donald Trump. En su delirium tremens Obama se cree capaz de revivir al partido que destruyó. Su problema es que, aunque él se lo crea, no es ni Mahoma ni Jesucristo y que su obstinación podría traer peligros tanto para él como para el partido.
Primero los peligros para el partido. La sombra de Obama es tan larga que no permitirá la formación y proliferación de futuros líderes y nuevas agendas adaptadas a los retos futuros. Ese es el modo en que deben de operar los partidos políticos en cualquier democracia y mucho más en las avanzadas como la de los Estados Unidos. Los candidatos que Obama promueva en futuras campañas podrían correr la suerte de Hillary Clinton que perdió a pesar de que el ex presidente pidió el voto para ella como una “cuestión de honor” y de que hasta Michelle Obama salió a hacer campaña por una candidata destinada a perder porque prometía más de lo mismo.
El peligro para Obama es el de hacer el ridículo y eso es el beso de la muerte para cualquier político. Si se empeña en encabezar la oposición a Donald Trump, los errores de su gobierno–tales como la deuda nacional, el Obamacare, la inmigración y la desastrosa política internacional–seguirán siendo visitados con frecuencia. La gente no los olvidará. Los pueblos olvidan los errores de los gobernantes que saben retirarse a tiempo y con elegancia. Los que insisten en obstruir a su sucesor pierden ese beneficio. Sobre todo cuando esa proporción considerable del pueblo norteamericano que puso a Trump en la Casa Blanca ha decidido ser tan agresiva en la defensa de sus principios como el actual presidente. Un hombre que está implementando su agenda a una velocidad sideral que tiene mareado y mortificado al Mesías condenado a un largo y frío exilio del poder.
De ahí, que Obama haría bien en tener presente que Donald Trump no es George W. Bush. Mientras Bush ponía la otra mejilla, Donald Trump ha demostrado ser un maestro del contragolpe que, si es provocado, le propina tremenda bofetada al más pintado. Este presidente no se deja intimidar por nadie y estoy seguro que mucho menos por un “organizador comunitario” con ínfulas de estadista. Trump ha hecho cosas y logrado éxitos que muchos no esperábamos. Ahora podría sorprendernos una vez más curando a Barack Obama de su delirium tremens.