Cada día estoy más convencido que la vida es un camino de encuentros con la diversidad. Creo además que es lo que da sentido a nuestro vivir. Es una de las fortalezas del ser humano como tal. Nada se consigue por sí mismo. Para ello, se requieren acciones concertadas y soluciones conjuntas. Nuestra casa común también se construye entre todos, con el concurrencia humana permanente. Hoy la cooperación internacional es básica para avanzar humanamente, para crecer como especie pensante, siguiendo esa eterna hoja de ruta en torno a los principios y valores de la Carta de las Naciones Unidas. Sin duda, los gobiernos, las personas, han de respetarse, entenderse y obrar en consonancia.
Indudablemente, nuestra existencia tiene bien poco sentido sino genera un clima armónico, de respeto natural el uno por el otro. Esto exige, desde luego, un equilibrio natural para saber discernir y ver. Para empezar, uno tiene que respetarse a sí mismo para que le respeten, pero también tiene que facilitar la solución de los conflictos con diálogos auténticos, sin miedos, pero con la conciencia solidaria de la comprensión. Lo que viene sucediendo en algunos parlamentos democráticos, donde nadie considera a nadie que no sea de los suyos, es de una tremenda irresponsabilidad, que nos deja sin palabras. Olvidamos que cuando los que tienen el poder actúan alocadamente, sin rubor alguno, los que obedecen también pierden las formas, la estima por el ser humano. Ciertamente, la democracia se sustenta en la claridad de ideas y pensamientos, en la confluencia de soluciones. Por consiguiente, los gobiernos sustentados bajo este espíritu democrático no pueden ser el problema.
Por desgracia, el encontronazo hoy está a la orden del día. La colisión entre autoridades, gobiernos, culturas, religiones, se produce con demasiada frecuencia. Quizás porque haya muchos sembradores de odio. Hoy el mundo no hace familia, al contrario, disgrega familias. Nadie perdona a nadie. Falta entendimiento. Nos puede el rencor. Sabemos lo difícil que es actualmente para nuestras democracias preservar y defender valores humanos primordiales. Por esta razón, hay que ayudar y animar a ser comunidad, con lo que ello significa de espíritu de unidad en lo plural. No valen, en consecuencia, gobiernos encerrados en sí mismos, en el no es no permanente. Aquellas políticas que en lugar de ser poéticas avivan el lenguaje de la división, de la violencia, mejor sus líderes abandonan el timón. Resulta verdaderamente preocupante ciertos discursos políticos, convertidos en una siembra de incomprensión, de inútiles luchas, propias de un resentimiento que nos conduce a un permanente desprecio, a un auténtico crimen contra lo conciliador.
Estamos llamados a entendernos, a conciliar lenguajes, y no hay otra manera de llevarlo a buen término que desde la tolerancia, el sometimiento a la verdad y desde un espíritu humilde. Tenemos que empezar a pensar que apenas sabemos nada, que el enemigo no es el que piensa distinto a nosotros, sino aquel que quiere destruir nuestros vínculos de familia humana, por ejemplo; o aquel que quiere destruir el diálogo sincero e imponer sus doctrinas. Es precisamente, en ese conversar auténtico, donde se halla el reconocimiento y el respeto por el otro. Tal vez necesitemos rescatarnos como especie que busca la concordia. Ahí va a radicar el heroísmo ciudadano, pues se requiere paciencia y tesón a la hora de activar otros caminos realmente nuevos, que nos lleve a alentarnos y a alimentarnos mutuamente.
La novedad llegará en el momento que seamos coherentes y avivemos la reconciliación entre lenguajes y culturas, entre almas y cuerpos, abriéndonos unos a otros para hacernos más poesía que poder, más constructores que destructores, más puente que muro en definitiva. El futuro está en la coexistencia respetuosa de las diferencias, no en la homologación de un pensamiento único teóricamente neutral; también en las relaciones humanas que han de ser desinteresadas, teniendo como objetivo el hacer piña frente a las dificultades e incomprensiones. Por tanto, si fundamental no es perder el paso hacia sí mismo, igualmente compartir andares, sin dejar crecer la maleza, es el camino del hermanamiento. Al fin y al cabo, sin una estirpe fraternizada, cualquier ciudadano tiembla de frío.
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