Su abuelo, Friedrich Drumpf, se volvió millonario con hoteles y restaurantes en donde el sexo y las drogas corrían como un río
La fortuna de Donald Trump empezó en un prostíbulo
Por José Gallego Espina
El destino es caprichoso. En 1885 llegaba a la Casa Blanca el demócrata Grover Cleveland, un presidente atípico por ser el único que ha tenido dos mandatos no consecutivos, que además vetó una ley que pretendía restringir la entrada de extranjeros al país. Aquel mismo año arribaba a la joven nación un inmigrante alemán de 16 años llamado Friedrich Drumpf. Traía sólo una maleta y no sabía una palabra de inglés, pero su talento innato le llevó a cumplir el sueño americano y levantar un imperio económico, regentando hoteles y restaurantes que funcionaron como prostíbulos durante la fiebre del oro. Amasó una fortuna y regresó a su patria con la intención de quedarse para siempre, pero el gobierno germano le expulsó por eludir el servicio militar obligatorio. Aquella decisión cambiaría el rumbo de la historia. Hoy, 131 años después, otro presidente poco común se prepara para tomar el mando de EEUU y, en este caso, cerrar las fronteras: Donald, su nieto.
La presencia de la saga Trump en estas tierras ha sido de todo menos discreta y convencional desde que pisaran por primera vez el nuevo mundo. Al pasado del abuelo se suma el del padre, Fred Jr., que recientemente ha sido vinculado con los grupos del Ku Klux Klan de los años 20 de Nueva York. Pero para narrar la historia de esta estirpe, debemos primero viajar a su lugar de origen, una pequeña aldea rodeada de viñedos en la región germana del Palatinado.
La periodista Gwenda Blair es la autora del libro The Trumps: Three Generations That Built An Empire (Los Trump: Tres generaciones que construyeron un imperio), actualizado en una reciente edición como The Trumps: Three Generations of Builders and a Presidential Candidate (Tres generaciones de constructores y un candidato a la presidencia), donde investiga el origen de este linaje y sus negocios durante tres generaciones. La obra aún no está traducida al castellano, aunque la escritora dice que le encantaría que algún editor lo hiciera.
En una entrevista con EL ESPAÑOL, Blair explica que visitó Alemania y los lugares clave en la vida de este inmigrante. “Hablé con los familiares que aún quedan allí, y también estuve en las ciudades americanas donde trabajó”, relata. De aquel trabajo de campo obtuvo la mayoría de los detalles que han ayudado a reconstruir su apasionante periplo.
Friedrich, el abuelo del nuevo presidente de EEUU, vivía con sus padres, Christian Johannes Drumpf y Katharina Kober, dos vendimiadores que se ganaban la vida recolectando la uva, en Kallstadt, un apacible pueblecito germano cuya tradición vitivinícola data del Imperio Romano.
De Friedrich a Frederick
Tras una larga enfermedad, su padre, el bisabuelo Christian, moría en 1877 con 48 años, dejando a la familia en la ruina. Sus cinco hermanos se pusieron a trabajar en el campo, pero la salud de Friedrich era tan endeble para afrontar aquella faena que, con sólo 14 años, en 1883, lo mandaron a la localidad vecina de Frankenthal para trabajar como aprendiz de peluquero.
Cuando aprendió el oficio, tras dos intensos años, volvió a su pueblo natal. Allí, este joven, ya con 16, se dio cuenta de que aspiraba a algo que la vieja Europa ya no podía darle, riqueza. Además, hasta Baviera llegaban entonces los cantos de sirenas de una nueva tierra de oportunidades que se abría paso al otro lado del Atlántico. De modo que una noche, sin avisar, cogió la maleta, dejó una nota a su madre y se encaminó a Bremen, donde embarcó rumbo a EEUU.
Allí lo esperaba Nueva York, ciudad que la historia uniría para siempre a su apellido. Pero no al de Drumpf. El 16 de octubre, como muchos inmigrantes, se inscribió en el registro norteamericano, donde lo anotaron incorrectamente, u optó por asimilarlo a un sonido más inglés, como Frederick Trumpf, que acabaría derivando en Trump. Vivió un par de años en la casa de su hermana Katharina, que había emigrado antes que él. Encontró trabajo en una barbería donde hablaban alemán y se quedó allí seis años.
Pero el primero de los Trump anhelaba más. En 1891, se marchó a la costa oeste, a Seattle, donde compró con sus ahorros un restaurante en el centro de la ciudad, en una zona donde en la época abundaban casinos, salones y burdeles, el red-light district conocido como Lava Beds. El local fue bautizado como Poodle Dog, y en él servía alcohol, comida y ofrecía “habitaciones para señoritas”, que era como eufemísticamente se anunciaba que había prostitutas.
“Nada era ilegal”
“No creo que exactamente sea correcto llamarlo proxeneta”, apunta Gwenda Blair. “Él abrió restaurantes y otros establecimientos. Cualquiera que los hubiera tenido hubiera hecho lo mismo”, valora. A su juicio, “en unos tiempos muy duros fue muy hábil anticipando lo que su clientela iba a demandarle, que básicamente era comida, licor y compañía femenina”.
La autora considera que el abuelo Trump “tuvo la habilidad de medir el mercado y ver hasta dónde podía llegar sin sobrepasar la ley”. “Era un hombre de negocios que facilitaba el acceso a mujeres. Yo, al menos, no encontré evidencias de nada ilegal”, subraya la autora.
En 1892 Trump adquiere la ciudadanía estadounidense y vota en sus primeras elecciones, cogiéndole el gusto a eso de las campañas electorales, como veremos más adelante. Un par de años después, vende el restaurante y se instala en la ciudad minera de Monte Cristo, atraído por los rumores sobre la aparición de nuevos depósitos de oro y plata.
Allí adquirió un terreno, el primero de la familia, y levantó su primer hotel -o pensión- Trump. La operación estuvo rodeada de ciertos problemas legales, pero nada que no pudiera solucionar para en 1896 presentarse a unas elecciones a juez de paz, que ganó por un margen de 32 a 5. Premonitorio. “Donald Trump no ha sido el primero de su clan en ganar unos comicios en este país”, resalta Blair.
Frederick vendió sus propiedades justo antes de que el negocio se viniera abajo, para luego trasladarse a Klondike, en el territorio canadiense de Yukon, junto a Alaska, donde volvió a repetir la fórmula de ofrecer cama, comida, licor y sexo en establecimientos como el Restaurante Hotel Actic y el White Horse Restaurant Inn.
“Sonidos depravados”
Un periódico local describía su negocio como apto “para los hombres solteros del Ártico, con excelentes alojamientos, así como el mejor restaurante, pero no aconsejable para mujeres respetables que vayan a dormir, porque son susceptibles de escuchar sonidos depravados que ofendería su sensibilidad”. La fórmula se repetía en sus locales. Un bar, instalaciones para juegos de azar y zonas oscuras con cortinas de terciopelo, donde ofrecían sus servicios las conocidas como sporting ladies.
Tras la aventura americana, Frederick Trump dio por concluido su sueño. Vendió sus inversiones y regresó a Alemania en 1901. Una vez más, le funcionó el olfato y se adelantó al final de la fiebre del oro y el consiguiente declive de la prostitución. En opinión de la biógrafa, “demostró ser muy previsor y supo retirarse justo antes de que aquello empezara a decaer y los mineros se marcharan”. “Y no se contagió de la fiebre del oro. Muchos empresarios como él no hicieron dinero allí”.
Una vez de vuelta a su pueblo natal, se casó con su antigua vecina Elizabeth Christ, la abuela de Donald. Regresaron a Nueva York, donde abrió una barbería y regentó un hotel y un restaurante. Allí tuvieron a su primera hija, Elizabeth. Pero al poco, la nostalgia sumió a su esposa en una depresión, y en 1894 volvieron a Alemania con la idea de envejecer allí. Pero el Gobierno germano apareció en escena.
¿Presidente de Alemania?
“Es muy llamativo, pero por muy poco la segunda generación Trump podría haber sido alemana”, sugiere la autora. ¿Podría Donald ser ahora mismo presidente de Alemania? “Desde luego que podría, o eso o algo importante. Esos son los asombrosos accidentes de la historia. Algo pequeño puede tener un efecto mínimo o consecuencias colosales, como este caso”, explica.
En aquella época el servicio militar era obligatorio en Alemania hasta los 35 años, justo la edad a la que regresó el abuelo Trump. Su ayuntamiento trató de ayudarle, en un intento de conservar en el pueblo la fortuna de aquel hijo pródigo, valorada en 80.000 marcos, medio milllón de dólares de hoy. Pero las autoridades de Baviera consideraron que Firederich, con su aventura americana, sólo perseguía evitar el servicio militar, de modo que le retiró la ciudadanía y lo mandó de vuelta a América en 1905, con su esposa embarazada, que daría a luz en Nueva York a Frederick, padre de Donald, y luego John, ya completamente estadounidenses.
Finalmente, el abuelo del nuevo presidente murió a los 49 años, en Queens, durante la epidemia de gripe española. Su mujer Elizabeth usó su herencia para continuar el negocio inmobiliario con su hijo mayor, nuestro siguiente protagonista, Fred Junior, el padre del comandante en jefe electo.
“El segundo Trump también mostró destreza. No vivió la fiebre del oro y le tocó la gran depresión, pero supo sacar provecho de los programas de ayudas federales y subsidios de la época que buscaban levantar la economía. Él transmitió a su Donald todo sobre negocios y cómo ser competitivo. Le enseñó la frase de ‘ganar lo es todo, no hay límites’. Y mira ahora a su hijo”, señala Blair.
Vínculos con el KKK
Al margen de la faceta empresarial que recoge en este libro, sobre el padre del futuro presidente de los EEUU, fallecido en 1999, aparecieron en septiembre de 2015 noticias inquietantes. Justo cuando su hijo daba los primeros pasos de su carrera política, la prensa desenterró de la hemeroteca del New York Times un artículo publicado el 1 de junio de 1927 que relacionaba a Fred Trump con el Ku Klux Klan. La crónica periodística lo vinculaba con una pelea que enfrentó a 1.000 civiles relacionados con el grupo racista contra 100 policías en Queens.
Aunque no fue acusado oficialmente, Fred Trump fue uno de los siete arrestados durante el incidente. Hay que tener en cuenta que en aquel momento las prácticas racistas en los EEUU estaban generalizadas y el KKK campaba a sus anchas.
Donald Trump más tarde negaría la relación de su padre con el KKK, aunque no pudo desmentir por completo aquel suceso. El propio New York Times publicaba una conversación con el magnate en septiembre de aquel 2015. “Es totalmente falso. Nunca pasó. Y la noticia decía que no hubo cargos, nada. Mencionarlo en los medios es injusto, porque no hubo cargos. No sé contra los otros, pero no contra mi padre. Así que incluso asumiendo que fue él, que yo incluso lo dudo, nunca escuché nada de eso. No es justa la mención. Nunca pasó”, dijo un Trump tan indignado, que incluso pidió al reportero que no incluyera el asunto en la entrevista.
Lo cierto es que aunque el nombre coincide con el de su padre, y el censo revela que vivió en el barrio donde se produjo el suceso, según la información no se le acusó de nada, aunque fue detenido. Después de esto, las acusaciones de racismo continuaron, y dos años después de que Donald se uniera a la compañía inmobiliaria de su padre en 1971, la empresa recibió una demanda de derechos civiles por negar el alquiler de apartamentos a ciudadanos afroamericanos.
Se hizo el Sueco
Pero Frederick Trump también fue una víctima del rechazo por razones de nacionalidad. Tras casarse con una joven escocesa llamada Mary Anne MacLeod, retomó el negocio inmobiliario con su madre, la viuda de Friedrich, una mujer orgullosa de su origen germano, algo que espantaba a muchos de los clientes del negocio, judíos. De modo que con la II Guerra Mundial, cuando se generó un sentimiento antialemán en EEUU, el padre de Donald Trump comenzó a decir a la gente que era sueco.
Mientras tanto, la madre, a sus 80 años, organizó un viaje de vuelta a Kallstadt con varios de sus nietos, no con Donald, que heredó la mentira sobre Suecia, y hasta la incluyó en su biografía El arte del trato. Un periodista en Vanity Fair le preguntó a Donald Trump en 1990 si no era cierto que en realidad era de origen alemán, a lo que el millonario respondió que “en realidad, era muy complicado”. “Mi padre no era alemán; los padres de mi padre eran alemanes… suecos, y realmente de toda Europa…”. Años después admitiría su origen alemán, aunque nunca ha visitado aquel pueblo.
Simone Wendel, cineasta de Kallstadt, se reunió con él en 2014 en la Trump Tower durante el rodaje de su documental Kings of Kallstadt, un retrato de esta localidad de 1.200 habitantes de la que salió también la familia Heinz, famosa por el ketchup, que a diferencia de los ‘Drumpf’ no renegaba de su pasado.
“Durante la reunión, Donald estuvo bastante reservado”, contó Wedel en varias entrevistas, si bien el empresario se entusiasmó cuando vio fotografías de sus abuelos y de la modesta casa de su abuelo. “I love Kallstadt”, llegó a decir.
Reconciliado ya con su pasado, Trump es consciente de que no será el primer inquilino de la Casa Blanca de ascendencia alemana. La familia de Dwight Eisenhower se llamaba originalmente Eisenhauer y provenía de Karlsbrunn, cerca de la frontera germano-francesa. Y los antepasados de Herbert Hoover fueron llamados Huber y arribaron desde Baden, en el sur de Alemania.
El papel de Donald Trump en la historia americana está aún por escribir. Lo que nadie podrá borrar ya es su ascendencia. Y aunque no le emocione, sin saberlo, probablemente el futuro presidente de los EEUU tiene más de Kallstadt en su interior de lo que cree. Y es que no deja de ser irónico que a los habitantes de este pueblecito se les conozca cariñosamente como Brulljesmacher, una palabra que en el dialecto regional significa fanfarrón. Caprichos del destino.
@josegallego81