Me pesa este mundo que se mueve a la deriva, que descarta vidas humanas, sobre todo cuando no son productivas, que no ha aprendido a respetar y, aún peor, a reconciliarse con sus análogos. ¡Qué pena!. El desplome humanitario no acierta a regenerarse. Nos mueven demasiados intereses. Es la consecuencia de nuestra deshumanización, de nuestro endiosamiento egoísta, de nuestra manera de vivir para sí, de nuestro modo de actuar. Parece que hemos perdido el alma. Cada día son más los niños que viven en situación de emergencia. No vemos más allá de las tecnologías. Las hemos convertido en el centro de nuestra atención. Somos de una pobreza moral sin precedentes en la historia de nuestra civilización. Prolifera la pasión por las injustas finanzas, por el poder arcaico del dios dinero, convertido en corriente regresiva, puesto que ignora cualquier valor humano. ¡Ojalá nos humanicemos!.
Hemos perdido, ya no solo la pasión por crecer donándonos, auxiliándonos, también la compasión por aquellos que sufren el abandono, el desempleo, la soledad, el desplazamiento forzado o la separación de su familia. Ya nadie llora por nadie, ni se compadece de nadie. Hemos cosechado un corazón de piedra. Nos lo acaba de recordar el presidente de Ecuador, Rafael Correa, al asumir la presidencia del Grupo de los 77, un colectivo de países en vías de desarrollo con el objetivo de ayudarse, sustentarse y apoyarse mutuamente en las deliberaciones de la ONU, vociferando una de las grandes verdades: “Que la insultante opulencia de unos pocos, al lado de la más intolerable pobreza, son también balas cotidianas en contra de la dignidad humana”. Sin embargo, parece como que nos han injertado una buena ración de indiferencia, apenas nos movemos por nadie que no sea de los nuestros. Quedamos tan pasivos que nada parece afectarnos. ¡Ojalá despertemos!.
De igual forma, me cargan estos irreflexivos días, sin esperanza alguna, viendo cómo pasa el tiempo, y todo continua igual de desequilibrado. Pienso que nos han metido en vena un individualismo que todo lo ansía para sí, que no quiere compartir absolutamente nada y mucho menos cooperar para corregir estos inhumanos absurdos, que debieran hacernos recapacitar y tomar otros horizontes más virtuosos, de mayor prudencia y humildad, más coherentes con nuestra propia identidad humana. Quizás deberíamos reinventarnos una nueva escolarización en centros de moral, donde se enseñase el amor desinteresado y el respeto a la verdad. ¡Ojalá seamos menos autocomplacientes!.
No sólo nos hemos cargado el vínculo de unión y unidad entre familias, también los estados de derecho han reculado hacia naciones insolidarias, que continúan sin escuchar la voz de los sin voz. Lejos queda ese ansiado estado social democrático, preocupado y ocupado en que los derechos y las obligaciones no queden vacíos de contenido. Falta siempre el diálogo, que es lo que debe imperar en todo momento y en todos los gobiernos, cuando menos para poder consensuar posturas. Ahí está el caso de Venezuela, que han de reanudar conversaciones por muy alejados que se hallen todos, pues cualquier salida negociada siempre será mejor que lo impuesto. Tampoco podemos quedarnos en las buenas intenciones de promover sociedades pacíficas e inclusivas. Eso está muy bien, pero hay que actuar. Hemos de propiciar que la moral deje de ser un mero predicamento y pase a ser una realidad en todos nuestros rincones existenciales, facilitando el acceso a una justicia independiente para todos, con la exigencia de responsabilidades para los líderes políticos, financieros o religiosos. ¡Ojalá nos enmendemos!
Desde luego, hemos de tomar otras costumbres más condescendientes con nuestro propio linaje, máxime cuando andamos empobrecidos hasta de sentimientos. Hay una frialdad en el ambiente que nos deja a veces sin palabras. Debemos intentar corregirnos, recargarnos de amor, alistarnos junto a otros hábitos más acordes con nuestra conciencia. Por desdicha, vivimos un momento de superficialidad mundana, donde todo se simula, hasta el punto que cada día más ciudadanos son aspirantes a ser savias disipadas. La solución no es encerrarse, ni encerrarlas, sino dignificarnos, abrirnos a la participación, armonizando intereses hacia el bien colectivo. Al fin todos hemos de sentirnos coparticipes, coautores de un mismo proyecto, que ha de aminorar las tremendas desigualdades. Por ello, el sentido moral es de gran importancia, cuando desparece todo se derrumba; nada se sostiene, nada se sustenta. De ahí, la necesidad de repensar el factor ético en todas las culturas. Lo decía Albert Camus: “un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada por el mundo”. Convendría, por consiguiente, perseverar mucho más en la verdad, en la función estética de la razón, para huir de sectarismos y ser más abiertos a otros cultivos. ¡Ojalá pensemos más en comunidad!.
Ciertamente, la verdadera tolerancia lo considera todo, no rechaza nada, es más pide respeto y consideración hacia todo ser humano. La modélica recomendación de Aristóteles puede ayudarnos a recapacitar, teniendo en cuenta que “nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía”. Sabia providencia que nos refuerza a huir de cualquier rigidez o intransigencia, puesto que en el fondo la condescendencia y no la severidad, es la que nos hace más caritativos. Son el buen hacer de los hábitos, los que realmente nos acrecientan a un espíritu más libre, más cercano, sembrando así la semilla de un porvenir más humanitario. No olvidemos que la moral es la ciencia del buen vivir y mejor hacer, “el arte de vivir bien y de ser dichoso” -en palabras de Blaise Pascal-, es lo que nos hace sentirnos grandes siendo pequeños, lo que facilita nuestras propias relaciones de convivencia, que siempre van a estar en relación directa a la evidencia de su fuerza honesta. ¡Ojalá nos despojemos de tanta hipocresía!.
Con el paso del tiempo, he descubierto lo importante que son nuestras raíces morales en el acontecer diario de nuestra vida, que no estén podridas, para que emerja la autenticidad frente a tanta falsedad que nos convierte en seres viciados, sin escrúpulos, corrompidos a más no poder. Cuántas personas se encuentran en un callejón sin salida, sumidas y esclavas, dependientes del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía. Se han suicidado hasta su propio espíritu, su propio valor, llevan consigo tanta miseria que han perdido hasta el sentido de vida, la pujanza de vivir y de asombrarse con la vida. En cualquier caso, hemos de entender que nadie se basta asimismo, de hacerlo nos encaminamos por un camino de perdición, verdaderamente frustrante que, antes o después, acaba destruyéndonos. ¡Ojalá tomemos el pulso de la moral!.
Como latido resplandeciente, está visto que la moral ha de volver a nuestros pasos, a nuestras costumbres de desapego o de conciencia social, puesto que todo está predispuesto para ese orden, para esa estética que nos sublima. A mi juicio, por tanto, la humanidad tiene que avivar un cambio radical en su comportamiento. No puede progresar aquello que es indecente, porque al fin se vuelve contra todos nosotros. Desde luego, tenemos que poner más empeño en salvaguardar las condiciones decorosas de todo ser humano. Degradar a las personas es una manera ruin de actuación que nos lleva al caos, pues nadie puede manipular a su antojo existencia alguna. El actual ritmo de avaricia, de derroche, sin control alguno, lo que hace son estilos de vida imposibles. La catástrofe puede llegar en cualquier momento. Esta es la cuestión, en forma de III Contienda Mundial, porque somos muchos los que sobramos. Hace falta con urgencia, apremiante pues, volver a sentir que nos necesitamos, que todos los humanos somos imprescindibles y únicos, que vale la pena ser buenos y bondadosos. ¡Ojalá llegue esa fraternidad universal a nuestra tierra!.
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