Por Javier González Sánchez
Nadie está preparado para ver a alguien morir delante de sus ojos. Aún es más difícil vivir la experiencia de tener que planificar la muerte de una persona. Semon Frank Thompson tuvo que enfrentarse a la tarea de organizar la ejecución de dos reos pocos meses después de obtener el puesto de superintendente de la prisión estatal de Oregon, en Estados Unidos. Ningún miembro del equipo estaba listo para ella y reconocen que no volvieron a ser los mismos tras el suceso.
“El hecho de que tuviera que involucrarme personalmente en las ejecuciones de estos hombres me obligó a ajustar cuentas más profundamente con mis sentimientos sobre la pena capital”, declaró Thompson en una entrevista para The New York Times. “Después de pensar mucho me convencí de que, en el plano ético, la vida es sagrada”.
Eran las primeras ejecuciones que se realizaban con inyección letal en Oregon y un error podría resultar fatal. La prisión llevaba más de 50 años sin enfrentarse a una ejecución. A pesar de que existen máquinas de inyecciones letales la mayoría de los gobiernos prefieren aplicar las inyecciones de forma manual por miedo a algún error mecánico. El único que tenía la obligación legal de presenciar la ejecución era Thompson. Sin embargo, todos lo de su equipo decidieron estar presentes para asegurarse de que no hubiera fallos.
En 2016 Estados Unidos fue el único país de América en aplicar la pena capital. Ejecutó a 28 personas, la cifra más baja desde 1991. Thompson afirma que el ciudadano medio no tiene que enfrentarse a la carga directa de mirar a un condenado a muerte a los ojos o administrarle la inyección letal. Pero la responsabilidad política es aplicable a todos los que apoyan un sistema que “no ha demostrado que haga más segura la sociedad y que perdura a pesar de la disponibilidad de alternativas razonables”. Defiende que el proceso para acabar con la pena de muerte es difícil pero que servirá para crear una sociedad más sana.
Este hombre describe la tarea de planificar una ejecución como algo “surrealista”. Reconoce que el proceso de seguridad en las últimas 24 horas del condenado, aunque lógico, no dejó de resultarle extraño. Los reclusos permanecen encerrados en sus celdas más de 20 horas al día, sin contacto con otros presos. El estrés les produce alucinaciones, depresión, ataques de pánico, dificultades de concentración, paranoias, manías persecutorias, problemas para controlar sus impulsos y distorsiones de las percepciones sensoriales. A menudo se producen impulsos suicidas por lo que los presos son vigilados a todas horas para evitar los intentos.
Tras la ejecución, algunos trabajadores dejaron el empleo, otros manifestaron problemas en el sueño y unos pocos se negaron a volver a participar en otra ejecución. Habían pasado muchas horas planificando la muerte de dos personas y para ello se vieron obligados a ignorar lo que su propia condición humana les decía que era incorrecto.
Cuando fallece un ser querido el sufrimiento puede llegar a ser insoportable, pero las causas, enfermedad, vejez… entran dentro de lo que consideramos natural. El asesinato de una persona, aunque esté legitimado, rompe con este orden natural que nos ayuda a enfrentarnos a la muerte. Estas emociones no se pueden ignorar jamás y es común que vuelvan en forma de depresión, ansiedad o que genere adicciones al alcohol o a las drogas.