Soy de los que piensa que tenemos la obligación de contribuir a dar vida a una cultura más preventiva y compasiva, más de acción con el desarrollo sostenible y los derechos humanos, que de reacción a determinadas crisis, a fin de evitar conflictos inútiles o estúpidas contiendas. Nos conviene, por tanto, reflexionar en su conjunto, no descuidar o minimizar los grandes principios humanistas de la ética social, como la honestidad y responsabilidad, para poder avanzar en esa nueva visión de espíritu demócrata, de mestizaje y solidaridad global y común, para el ejercicio contundente de la paz y la seguridad. La diversidad de cultos y sapiencias, indudablemente, son una fuerza potente y decisiva para esa apuesta por una cultura del valor generoso, que ayuda a construir una convivencia justa y honesta. Desde luego, una de las pobrezas más hondas que cualquier ser humano puede experimentar en el momento presente, es verse incomprendido, marginado y solo. Son las relaciones interpersonales las que nos hacen crecer y madurar, poniéndonos en relación con los demás.
Está visto que todos aprendemos de todos. A más soledad, más vacíos de ideas andamos. Hoy, más que nunca, necesitamos poner en valor, al unísono, una nueva energía de concordia, ante el aluvión de agresiones indiscriminadas. La luz ha de llegar a la humanidad entera. Los más vulnerables han de ser instruidos para defenderse de su fragilidad y ser más fuertes. Es bueno que las personas se den cuenta de que nadie es dueño de nada y de que adquirir algo es un modo de intercambiar moralidades. Hasta para comprar hacer falta ser éticos. No podemos empobrecer a unos a cuenta del derroche de otros. Ojalá hubiese pronto una manera de gobernarse mundialmente, cuando menos para impedir las desigualdades y los desequilibrios, para lograr un oportuno desarme integral. Es hora de despojarnos de endiosamientos absurdos, de reforzar la alianza entre el ser humano y el medio ambiente. La clave, yo creo que está, en rescatarnos como seres pensantes, en impulsar nuestra existencia de manera más compartida, en recuperar el verdadero sentido de lo que somos, más corazón que cuerpo, más vida que muerte, más ser que mercadería.
No podemos correr el riesgo de ser considerados como un producto más. Las poblaciones humanas han de tomar conciencia de que lo fundamental son los ciudadanos. Tenemos que escucharnos más, tener el valor de observarnos, de reconocernos parte de esta sociedad, tantas veces bochornosa y mísera. Al hacer oídos sordos, o permanecer en la ofuscación de no querer ver la realidad, lo que estamos desconociendo es el reclamo de la verdad moral. Lo decía hace unos días el director general de la Organización Internacional para las Migraciones William Lacy Swing: “En 2016 han sido más de cinco mil inmigrantes los que murieron tratando de alcanzar la seguridad en Europa”. Ahora nos llama a prestar especial atención a los 15.500 inmigrantes y solicitantes de asilo alojados en campamentos en las islas griegas, donde el invierno es inclemente, y a los 6.000 refugiados sirios en asentamientos en Turquía que no cuentan con calefacción. La situación no es distinta en Serbia donde 7.500 personas están atrapadas sin nada que las proteja de las bajas temperaturas. Detrás de todos estos datos hay vidas latiendo, intentando sobrevivir, por lo que es imperativo que el mundo responda, con valentía, a los peligros expuestos por estas condiciones climáticas extremas con ayuda alimentaria, refugio y otros recursos a corto y largo plazo.
La nueva cultura del valor, sin duda, tiene que cambiar de lenguajes y hablar más con el interior que con lo externo, siempre interesado. O sea, ser más auténtica. Para desgracia nuestra, multitud de personas viven hoy en conflicto permanente. Ahí está el drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los emigrantes que perecen trágicamente. Millones de personas mueren cada día de miedo, inclusive aquellas que viven en lugares que, en otro momento, se consideraban seguros. Del mismo modo, las personas que se hallan en un espacio de bienestar y desarrollo, no alcanzan ni su propio sosiego. Realmente, nos envuelve un neurálgico ambiente de preocupación y de incertidumbre, que nos angustia y nos deja sin esperanza. Deberíamos, pues, recapacitar por medio de otros cultivos más de encuentro entre unos y otros. Hasta que no nos escuchemos todos, hasta que no tengamos voz todos, difícilmente vamos a poder entrar en armonía.
Tenemos que hacer posible el trabajar unidos, no para hacer negocio, sino para asistirnos mejor. Esto requiere, tal vez, menos políticas y más poética; ser más constructores que destructores. Los buenos gestos pueden ayudarnos a abrirnos generosamente a los necesitados, que podríamos ser cada uno de nosotros. No olvidemos que andamos hambrientos de quietud. Son muchas las tensiones en un mundo enjaulado de corruptos, inhumanos a más no poder, que no entienden nada más que de venganza. Lo malo son todas las heridas que vamos dejando abiertas. Un auténtico infierno que debemos remediar lo antes posible. La primer enmienda, aprender a sentirnos bien con nosotros mismo. Tengamos el coraje de labrarla.
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