Por Carlos Miguélez Monroy
Una mujer entra en una organización humanitaria con sede en el edificio donde trabaja como bedela para pedir un certificado firmado para su cuñado, que vive en Inglaterra. En el certificado, dice, debe constar que la persona en cuestión se formó y participó como voluntario en Madrid durante seis meses concretos unos años atrás.
Cuando se le pide más tiempo para revisar los registros de años anteriores dice que no hace falta porque, en realidad, nunca se incorporó como voluntario ni participó en los cursos de formación que pedía certificar. No pudo. Estuvo menos tiempo en Madrid del que constaría en el certificado fraudulento.
“Pero vamos, sólo es un certificado”. Lo necesitaba para una documentación oficial, para una oposición, para un trámite, no queda muy claro. Se le dice que la organización no puede certificar algo que no tuvo lugar pero que, de cualquier manera, se trasladará el caso al director.
“Si no me lo das tú me lo da él porque me quiere mucho y, si no, iré con el presidente o con el fundador, a quienes conozco bien”.
Vuelve con aires confiados al día siguiente. La sonrisa en la cara del director se va desdibujando a medida que pregunta detalles sobre el paso del “cuñao” por España y sobre el certificado y avanza la historia. Ella percibe el malestar y dice: “pero si sois una ONG. No me respondas ahora, vuelvo mañana”. Pero no vuelve, sino que manda a su compañera bedela a preguntar si “si tenemos lo suyo”. La respuesta provoca indignación en la compañera: “pero si esto a vosotros no os perjudica”.
La “afectada” vuelve unos días más tarde para despedirse porque le ha llegado la hora de la jubilación. Aprovecha para decir que no se preocupen por lo del certificado. “Lo entiendo, es normal que no me lo deis”. Los trabajadores se miraron atónitos, como queriendo preguntar: “¿y entonces para qué lo pedías?”
La historia deja ver la percepción de normalidad en una persona “común” en un acto de falsedad documental. Pero también deja ver el desprecio que tiene por las organizaciones de la sociedad civil como último recurso para resolver un chanchullo y la estrategia común de amenaza velada de escalar peldaños hasta conseguir un “favor”. Como si un trabajador tuviera que temer el regaño de sus superiores por haberse negado a “un favorcito que a nadie perjudicaba”, especialmente cuando se trata de una oenegé.
En el imaginario colectivo, la corrupción pertenece en exclusiva al reino de la política, de las instituciones públicas y de las grandes empresas, como si todo esto se desligara de una sociedad que lo sostiene y lo legitima con actitudes y conductas. Cabe preguntarse de nuevo si la corrupción debe medirse sólo por el daño material, por el dinero que implica y por el grado de poder que está en juego. Habría que plantearse lo que haría con el poder y el dinero de una concejala, de una alcaldesa o de una ministra quien amenaza con recurrir la instancia más alta de una organización de la sociedad civil por no obtener lo que quiere. Si alguien con ese poder no ve nada de malo en emitir un certificado falso, ¿qué vería de malo en aceptar “donaciones” para la licitación de un proyecto por concurso público si tuviera ese poder?
Historias como la del certificado, que se repiten cada día a en todo el mundo, dejan ver la importancia que tiene la percepción a la hora de distinguir lo que está dentro de los límites de lo ético. Muchas veces se mide en función de las consecuencias, de si se producen daños físicos y directos, como si no tuviera consecuencias a largo plazo la erosión de principios inherentes en una auténtica democracia participativa, libre, con división de poderes y en la que los representantes del pueblo y las instituciones rindan cuentas a sus ciudadanos. Las exigencias de ejemplaridad a nuestros representantes políticos pierden toda su fuerza cuando no van alineadas con la propia conducta. Si se rompen los nudos, revienta la red que nos sostiene. Como es abajo, es arriba.