A veces pienso que somos una generación muy adoctrinada, pero poco pensante. Los instantes que vivimos, tan alocados, indudablemente no ayudan a tener esa reflexión calmada y tranquila de encuentros y reencuentros consigo mismo. Siempre será bueno descubrir el fondo de lo que nos acontece. Servidor, con el inicio del nuevo año, se ha hecho el propósito de ganar tiempo para sí, para explorarme y meditar libremente. Se lo aconsejo al lector también. Todavía no sabemos apreciar el camino de nuestros predecesores, y aún mucho menos custodiar su gran sabiduría, los principios y valores que nos han hecho grandes en otras fechas. Sólo hay que detenerse en los cultivadores del arte y la palabra, en sus genialidades. Desde siempre la belleza ha tomado auténtico cuerpo por sí misma, y se ha manifestado como un periodo de ánimo asombroso, como una manera de avanzar por la vida, mediante un motivado temple armónico del cielo con la tierra, de lo visible con lo invisible, de la luz con las sombras. Lo mismo ha sucedido con aquellos que cultivan la ciencia y la tecnología, marcados justamente por un verdadero desvelo y por un amor sincero a la verdad, ellos igualmente han contribuido a tranquilizarnos en esa aproximación a la mística gnosis del ser humano a través de la estética del intelecto. Unos y otros, en definitiva, nos han esperanzado, sin grandes discursos ni protagonismos, con una labor persistente y callada. Lo fundamental de todo esto, es la gran enseñanza que nos queda, de que todos somos necesarios y de que no hace falta ensombrecer a nadie para sentirnos significativos. Es la unión, y la unidad, la que nos engrandece como especie.
Naturalmente, tenemos que custodiar lo vivido y esperanzarnos en aquello que aún nos queda por vivir. Nuestras historias son raíces básicas para no perder la orientación. Al final, si en efecto queremos la paz, hemos de ser una familia y hemos de fraternizarnos como tal. Una sociedad que divide sin piedad alguna, que no se vincula entre sus moradores, más pronto que tarde, dejará de existir. Ese desamparo que vivimos cuando se nos separa y se nos excluye de una tierra, de un pueblo o una ciudad, de una familia, aparte de dejarnos sin horizonte, además nos deja decaídos hasta morirnos en el dolor. Ya lo decía en su época el inolvidable novelista francés, Víctor Hugo, allá por el siglo XIX: “el infierno está todo en esta palabra: soledad”; y cuánta razón hay en ello, puesto que todos tenemos una necesidad humana de compartir cosas, de vivir en comunidad, de ser para el grupo la gran compañía, el gran sustento más allá de cualquier egoísmo. Desde luego, no es fácil donarse en este mundo de intereses que vivimos, quizás como los Magos de Oriente tengamos que cambiar de ruta, y no conformarnos con la mentalidad reinante, sabiendo que cada momento, igual que cada uno de nosotros, es único e irrepetible. Hoy el mundo requiere de verídicos humanistas para renovar la humanidad. Nos sobran encantadores de verbos y nos faltan gentes de verbo claro y cierto. En otros periodos históricos de nuestra existencia, San Alberto Magno y Santa Teresa Benedicta de la Cruz, buscaron la certeza por todos los rincones del orbe. También otros intelectuales, pusieron sus capacidades al servicio de sus análogos, testimoniando de este modo que la cognición y la voluntad están encadenadas y que se complementan. Precisamente, es en esta complementación de realidades, cómo descubrimos que son las relaciones entre las personas lo que da sentido a nuestra existencia.
De veras, en la vocación de vivir está implícita la custodia de cada ser humano por sí mismo y por todo lo que le rodea, por la hermosura de la creación, como se nos indica en el libro ya del Génesis y como se nos muestra en San Francisco de Asís, con la consideración por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. O más próxima a nosotros, la escritora francesa, Françoise Sagan (1935-2004), que decía: “Deseo tanto que respeten mi libertad que soy incapaz de no respetar a la de los demás”. En ocasiones, tenemos más necesidad de sentirnos amados que de pan, de aliento que de alimento; pues hasta el mismo acatamiento a la vida, que debiera ser fundamento de cualquier otro derecho, se pone en entredicho con demasiada frecuencia. Recordemos que algo tan estúpido como la venganza, las barbaries que todo lo destruyen porque sus simientes son de rencor, la soberbia o la misma envidia, nos aniquilan como gentes de pensamiento. Basta con que un ser humano active el terror para que el miedo se propague por todos los continentes. En este sentido, nos llena de gozo que António Guterres haya iniciado su mandato como Secretario General de Naciones Unidas, reivindicando un mundo en armonía. No es un sueño, ha de ser nuestra esperanza más viva. Como bien dijo “la paz depende de nosotros”, únicamente demanda el compromiso de querer vivir en el diálogo, en la deferencia hacia todo ser vivo. Que hablen las gentes, no las armas. Para desgracia de todos, son muchas las personas atrapadas en conflictos, donde todos perdemos, no hay triunfantes, si personas arruinadas de por vida, muertas, sin ilusión alguna por superar las diferencias y alcanzar la concordia. Renacer es humano. Propiciémoslo. Miremos a Colombia que consiguió un acuerdo de paz histórico para poner fin a cincuenta años de inútiles contiendas. Ha llegado el turno, por consiguiente, de forjar consensos, de fraguar más abrazos que disparos, de inventar nacientes lenguajes; con abecedarios de equidad, justicia, solidaridad y sinceridad.
Madre Teresa de Calcuta, siempre en terreno de misión, solía decir que “la paz comienza con una sonrisa”; sin duda, con un cambio de actitud. Con el tiempo, yo también he aprendido, que el signo más evidente de que habita la poesía en mí, es haber hallado esa paz interior, tan libre como genuina, a través de la observación, de mirar y ver, o simplemente de dejarme cautivar por el silencio. Custodiémonos, efectivamente, el intelecto al servicio del amor. Ésta es la más esperanzada receta. No nos confundamos. El que ama todo lo comprende, también todo lo entiende, hasta los defectos de la persona a quien se entrega. Unamuno siempre tenía en boca esta fórmula de sanación: “El amor compadece, y compadece más cuanto más ama”. El referente es ese Niño que nos acaba de nacer, que nos da continuidad y esperanza, pues todo ser humano, ya no es que viva de recuerdos, sino que también camina entre la memoria y el anhelo por abrazar cada cual su propia historia. Por ello, es importante que salgamos de esa ficción que nos mata, que juega con nosotros a su antojo, a su poderío. Las gentes han de volver a ser sencillas de corazón, a sentir la emoción por la pureza, por ese culto a una cultura nívea que nos concilie. Tenemos demasiada cultura putrefacta que nos atormenta. Precisamos sentirnos dueños, artífices de uno mismo en alianza con los demás, algo que es tan necesario como urgente. Ahora bien, nos merecemos salir erguidos y con la cabeza alzada, con la mano tendida, pero con la mirada firme. Hemos de despertar sin abatimiento, sabiendo que por muy desconsolado que el pueblo camine, la esperanza de rehacernos de nuevo volverá a estar presente, como en el caso de las gentes positivas, que ven siempre el vaso medio lleno y nunca medio vacío. Venga, en consecuencia, a nosotros ese estimulante vital muy superior a la buena estrella. Al fin y al cabo, todo hay que trabajarlo. O sea, ¡ganárselo!.
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