Por Carlos Miguélez Monroy
En el mundo, hay más de 44.000 casos sin esclarecer de personas arrestadas, detenidas o privadas de libertad a manos de agentes del Estado o de personas o grupos que actúan con su autorización, apoyo o complicidad. De 2015 a 2016 se han registrado 766 nuevos casos en 37 países.
Centenares de miles de personas se despiertan todos los días sin conocer el paradero de uno de sus seres queridos; si vive o ha muerto, si lo están torturando en ese momento, si algún día volverá a su casa, de la que un día salió sin sospechar que borrarían todo rastro de su existencia y que lo convertirían en una no persona, en un ser invisible. Esa persona tiene hijos, unos padres, hermanos, abuelos, tíos, familiares y amigos que no pueden oír el grito de la ausencia.
Desde su creación en 1981, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias ha conocido más de 55.000 casos, cifra que Naciones Unidas considera muy por debajo de la realidad, lo que plantea el primer gran obstáculo en la lucha contra las desapariciones forzadas. Las amenazas y el hostigamiento de las autoridades, la ineficacia de los sistemas judiciales, la corrupción y la impunidad se suman al analfabetismo y la falta de conocimientos de los familiares y conocidos de las víctimas sobre las posibilidades jurídicas para disuadirlos de denunciar. Los migrantes y las personas en situación de pobreza y exclusión están más expuestas al peligro de una desaparición forzosa. También contribuyen contextos de violencia a causa de conflictos armados y de determinados enfoques aplicados a la lucha contra el crimen organizado.
Por otro lado, el miedo que provocan estas desapariciones en la población es causa de la migración de grupos humanos. Esto da pie a abusos por parte de mafias que trafican con personas, a muertes como las de miles de personas como las que los medios nos muestran en el Mediterráneo y en otros mares y espacios por donde transitan miles de personas. Las mareas humanas alimentan discursos xenófobos que recuerdan a otras épocas de persecución y de terror. Donald Trump no sólo amenaza con consumar el mayor muro que separa a dos países, sino que además sostiene que ese muro lo pagará el país que, según él, ha generado esa situación.
Al Grupo de Trabajo empieza a preocuparle el creciente número de desapariciones en manos de fuerzas no-estatales, lo que dificulta su investigación y la toma de medidas en un plano internacional. En muchos países se borra cada vez más la línea que separa a las fuerzas del orden del crimen organizado, con un poder tan grande que cobra cada vez mayor fuerza para corromper en entornos de impunidad y de violencia.
La protección de oleoductos, minas y de los distintos yacimientos, empujados por una fiebre planetaria por determinadas materias primas, cae cada vez más en manos de empresas de seguridad subcontratadas. Esto pone grandes obstáculos a la hora de exigir justicia por posibles abusos.
Muchas desapariciones forzadas en la última década se han producido en el marco de la lucha contra el terror, con el secuestro y el envío de prisioneros a Guantánamo, a Baghram o a cárceles de terceros países –entre ellos países europeos- para obtener “inteligencia de calidad”, lo que significa torturas y tratos degradantes con la excusa de “salvar vidas humanas” del “mundo libre”. Países como Estados Unidos, y otros a los que se ha enviado a estos prisioneros no han ratificado la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas. La han ratificado 46 países, de los que ni siquiera la mitad reconocen la competencia del Comité contra las desapariciones forzadas para recibir quejas interestatales o individuales. Esto demuestra los obstáculos a los que aún se enfrentan las víctimas a la hora de exigir justicia, pero también el miedo de los Estados a que investiguen su implicación en una de las más sangrantes violaciones de derechos humanos.