Me gustan las palabras que son poesía por sí mismas;
aquellas que nos dan vida y nos alientan a vivir,
aquellas que nos enternecen y nos vuelven niños,
aquellas que nos mueven y nos conmueven cada día,
aquellas que nos cultivan y nos cautivan de pasiones,
aquellas que nos crean en el yo y nos recrean en el tú.
Se hizo la palabra para cohabitarnos y poder convivir.
Ella, la musa, es la que nos salva o la que nos hunde,
la que nos acompaña en el verbo o la que nos distancia,
la que nos vence con su poder o la que nos convence,
la que nos mata con su acento o la que nos resucita,
pues es el espejo de nuestra acción, la luz de nuestro ser.
El pensamiento y la palabra son desaires o aires análogos.
Su adagio confluye siempre, se hace poesía o calvario.
Su proverbio es claro, nada puede existir sin nacimiento.
Dios no es más que un nombre para toda la eternidad.
Por Él somos la visión que da sentido a nuestros latidos.
Venga a nosotros, por ello, el sueño dirigido por Jesús.
El afecto es tan melódico, que la misma voz guarda reposo,
que el mismo poso de pasión, el que nos une o nos aísla,
puede sumar esperanzas o dividirnos sin más,
puede convertirse en arte o también en pesadilla,
puede vaciarnos la emoción o saciarnos de frenesí,
puede hacernos bien o deshacernos el alma a trizas.
Perdida el alma, todo es caos, no tiene sentido la palabra,
aquello por lo que vivimos sin saber vivir en el amor,
aquello por lo que sentimos sin saber sentir nada,
aquello por lo que pensamos sin saber mirar y ver,
pues quien camina sin meditar no puede decir que siente,
como tampoco puede decir que vive quien no se ama.
corcoba@telefonica.net