Víctor Corcoba Herrero
Tan importante como ser dueño de sí, es adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, máxime en una etapa de la vida en la que el entusiasmo es el abecedario de la lozanía. Precisamente, he tomado como título de esta columna periodística un verso del inolvidable poeta nicaragüense, Rubén Darío, que tuvo en su tiempo una enorme influencia, al considerársele el padre de la poesía moderna en lengua castellana; y que, además, este año se conmemora el primer centenario de su muerte, coincidente por otra parte con el cuarto del fallecimiento de Miguel de Cervantes, otro hombre universal de lucidez perenne. Seguramente, si volviéramos más a los clásicos, a nuestros predecesores visionarios del arte y del verbo, entenderíamos muchas cosas de las que nos pasan en la actualidad. El tema, en este caso, es una de las composiciones más divulgadas en el mundo hispánico, incluida dentro del libro “Cantos de Vida y Esperanza”, en el que nos advierte de la juventud perdida, de la muerte de las ilusiones, de la vida que no vuelve atrás, del paso del tiempo en definitiva.
“¡Ya te vas para no volver!”, dice el creador del Modernismo a esa juventud de divino tesoro, a la que hoy se le cortan tantas alas. Naturalmente, para desgracia de la propia especie humana, es muy triste ver a unos jóvenes perdidos, sin rumbo, más formados que nunca; y, sin embargo, sin expectativa alguna. En 2013, la ONU estimaba el número de jóvenes desempleados a nivel mundial en 74,5 millones, la mayoría de los cuales vivían en países en desarrollo. Según la organización Internacional del Trabajo, la exposición de los jóvenes al desempleo es tres veces superior a la de los adultos. Uno de cada cinco jóvenes, o 125 millones, están trabajando, pero viven en la miseria (menos de 1 dólar al día). Por consiguiente, el problema del desempleo juvenil es una gran preocupación, o debería serlo si queremos tener futuro como linaje, tanto para los países industrializados como aquellos en desarrollo.
La melancolía que siente Rubén Darío en esta “Canción de otoño en primavera”, es la misma que podemos sentir cualquiera de nosotros al observar el paso de tiempo. Sé que es un tono muy nostálgico, si quieren un timbre de añoranza; pero, a pesar de ello, de tantos horizontes cerrados, la fuerza del amor siempre está naciente, a poco que lo intentemos. Por eso, es un signo esperanzador desarrollar las aptitudes de estímulo, ya que son seres, -los jóvenes-, que tienen la capacidad de ver la belleza hasta en los espacios más oscuros de la vida. Nos alegra, en consecuencia, que en diciembre de 2014, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptase una resolución que declara el 15 de julio como el Día Mundial de las Habilidades de la Juventud. Me parece tan oportuna como genial la idea, puesto que su objetivo no puede ser más clarividente, lograr mejores condiciones socio-económicas para los jóvenes de hoy como un medio de hacer frente a los problemas del desempleo y subempleo.
Téngase en cuenta, la idea Quevediana, de “lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura”. Ciertamente, la cuestión no es buscar el éxito, el poseer en modo egoísta, porque al final nunca estaremos satisfechos interiormente. Tal vez si volviésemos más a nuestras raíces, pensaríamos al menos de otro modo; seríamos más profundos, menos mediocres, como en su tiempo lo fue Rubén Darío, y seriamos capaces de asumir responsabilidades y de afrontar con otro aliento los desafíos de la vida. La irresponsabilidad nos está dejando sin nervio en este mundo globalizado, y convendría ensanchad los corazones de otros aires más desprendidos. Quizás tengamos que atrevernos a ir contracorriente al igual que esa juventud, que también la hay, de sacrificios desinteresados, de ausencia de egoísmos, de eterno espíritu luchador que te hace saltar las lágrimas y descubrir la sensación del autor de “Juventud, divino tesoro”, remarcando aquellas estrofas que nos instan a pensar: “Cuando quiero llorar, no lloro… y a veces lloro sin querer”. Cuántas veces las lecturas nos han ayudado a enderezarnos, a reencontrarnos con nosotros a través de la senda de la liberación personal. Deberíamos volver a sobrevivir entre el verso y la palabra, entre la conciencia y el espíritu crítico, entre la bondad y la verdad, teniendo en cuenta que una sociedad que recluye a su savia joven, aparte de cortar sus propias amarras, está condenada a hundirse.
Pensemos que los jóvenes, un 18% del total de la población mundial, representan el conjunto del capital humano que ha de estar más ilusionado, siendo la especie más determinante en el cambio social, el desarrollo económico y el progreso técnico. A mi juicio, sus dotes de actividad imaginativa, sus ideales soñadores, sus perspectivas y su energía, son tan ineludibles que resultan esenciales para el progreso de las sociedades en las que viven. Sin duda, son los jóvenes los que han de ayudar a cambiar el mundo a través de una ciudadanía mundializada, contribuyendo a que las Naciones Unidas respondan como una sola familia humana. No es de recibo, por tanto, ver una juventud frustrada. Ellos son la fuerza precisa para reconstruir sociedades inclusivas y dinámicas, para impulsar avances y no retrocesos, pues aunque hoy tenemos más oportunidades educativas que antes, aún tenemos millones de adolescentes que no saben encauzar su vida, que no tienen acceso a la educación de calidad que merecen y no pueden, de este modo, adquirir las destrezas que precisan.
Dicho lo cual, me parece que sería fructífero, que coincidiendo con este Día Mundial de las Habilidades de la Juventud, se propiciase un mayor clima de inversión en el desarrollo de las aptitudes de los jóvenes, a fin de que puedan contribuir a cimentar un porvenir más hermanado que el presente, hoy ferozmente dividido; más justo y sostenible para todos, donde nadie quede excluido por nacer en un determinado lugar, como ahora sucede.
Naturalmente, es la hora del discernimiento. Son muchas las personas que tienen determinadas capacidades, contrarias a sus actitudes. Nos conviene a todos preparar a los jóvenes para hallar empleos decentes, aunque el espíritu de la juventud ha de ser siempre remar mar adentro e ir hacia adelante, sobre todo en valores tan innatos, como poner fin a la pobreza y el hambre, la injusticia y la degradación del medio ambiente. Indudablemente, para llevar esto a provechoso término, nuestros adolescentes han de crecer internamente, sabiendo que tan solo desde una fuerza ecuánime se puede fraternizar a los moradores del mundo. Por desdicha, el aluvión de amenazas se acrecienta, los extremismos violentos te los hallas en cualquier lugar, las situaciones de inestabilidad económica tampoco cesan; lo que nos dificulta a todos, pero si cabe todavía más a los jóvenes. Por ello, aplaudo la labor de aquellos que protestan en defensa de sus derechos, que son responsables de sus deberes, que se movilizan a través de las redes sociales. Ellos son el espíritu de la acción, un estado de ánimo que hoy el mundo requiere como nunca, a través de sus diversos movimientos juveniles, de voluntariado y participación. Escucharles es lo más sensato, el futuro les pertenece en primera persona. De ahí la importancia de la educación, que no ha de ser; ni demasiado severa, ni demasiado dulce. Al fin y al cabo, se trata de que todos lleguemos a seguro puerto, respetando lo vivido y el anhelo de que lo que nos queda por vivir, que sin duda será mucho mejor; o sea, cuando menos más humano, más hermano.
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