Por Pedro Miguel Lamet
“Deprisa, deprisa” se llamaba una película de Carlos Saura que obtuvo el León de Oro del festival Berlín. Reflejaba la vida apresurada de jóvenes delincuentes desestructurados en busca de una razón para sus vidas en los suburbios de Madrid. El título puede servir para esta nuestra generación del vértigo, que corre sin detenerse y así llenar el día de ocupaciones, impactos, imágenes, sensaciones de todo tipo, como forma light de drogadicción.
También podría llamarse la sociedad de la impaciencia. Hija de una tecnología instantánea, que ha multiplicado la velocidad de la noticia, la intercomunicación, la multipresencia de cámaras en donde ocurren los acontecimientos, ya no espera a que los grandes medios le traigan el hecho en sus informativos, ahora todos nosotros somos creadores de noticias, con nuestros teléfonos inteligentes y redes sociales. Las distancias geográficas también se han acortado con la alta velocidad y los vuelos low cost. Es cierto que el mundo se está haciendo más pequeño, que es fácil conseguir algo, desde una pizza a un automóvil,- apretando un botón. Pero ¿a costa de qué?
Es preciso analizar el fenómeno de “Lo quiero ya”, y sus secuelas en nuestra psicología, en el mundo de relaciones y lo que es más importante, en nuestra realización personal. Sin duda se trata de otra consecuencia de lo que hace años se llamó la “herejía de la acción”. Lo mismo que Erich Fromm reflexionó sobre el binomio “ser” y “tener”, ante la eclosión del consumismo, podríamos oponer hoy términos como “actuar” y “contemplar”.
Al final del día acabamos agotados de correr de un lado para otro, porque el estándar de vida actual exige que trabajen padre y madre, que los niños dediquen muchas horas a prepararse para ganar dinero el día de mañana, e incluso la diversión o la vacación se traduce en vértigo de kilómetros, instantáneas fotográficas, más consumo, y en definitiva huida y stress.
Ser persona es mucho más contemplar que actuar. Incluso el actuar apresurado en la oficina, la calle y en casa suele ser ineficaz, superficial, frívolo, si no se realiza con todo el ser. Cuando nos paramos y nos sentimos a nosotros mismos, percibimos aquello de León Felipe: “No es lo que me trae cansado / este camino de ahora. / No cansa / una vuelta sola. / Cansa el estar todo un día, / hora tras hora, / y día tras día / y año tras año una vida / dando vueltas a la noria”. Para al final preguntarnos: ¿Y ahora qué? Porque vemos sin mirar, oímos sin escuchar, hasta comemos sin paladear; pero sobre todo vivimos sin contemplar.
Sería necesaria una campaña seria para enseñar a detenerse y conectar con el ser profundo. Respirar conscientemente, recuperar el valor de las palabras, sondear la hondura de una mirada, rencontrarnos con el valor pequeño y secreto que anida en una brizna de hierba, una canción lejana, el llanto de un niño o simplemente la oscuridad luminosa de cerrar los ojos.
Gozamos de sofisticadas máquinas, móviles, tabletas, pantallas de alta definición, mensajes y artilugios. Pero nos hemos olvidado al salir de casa de nuestro propio íntimo ser encima de la mesa de noche, porque la publicidad y los prototipos que nos muestran nos arrastran a personajes hueros, que son maniquíes, hombres y mujeres copias, reproducciones, no originales.
Para conectar con el río de la verdad, el de la intuición, hay sólo dos caminos: pararse y hacer silencio o bien reforzar la atención, mirar mirando, sentir sintiendo, amar amando, llorar llorando, cantar cantando, reír riendo… En una palabra, cuando estás atento, ves. Cuando estás dormido, la vida pasa a tu lado sin disfrutarla. Como decía aquel yogui: ‟Friega los platos como quien friega los platos”, no como el que está pendiente sólo de lo que viene detrás. Lo peor es que algunos creen que están en la verdad porque hacen mucho; no paran, abarcan mil actividades, incluso ‟admirables” y hasta santas”. Como si nada. Es igual. Siguen perdiéndose lo mejor de la vida: el ahora mismo.