Durante décadas, erré en mi forma de abordar a quienes piensan diferente a mí. Como se sabe, alguien que piensa diferente a uno, es una persona en extremo desagradable. Ejemplo: un católico. Cuando veía en él un resquicio de adoctrinamiento y de condena (algo que les fascina hacer), lo bombardeaba con pruebas irrefutables de que su doctrina, lejos de predicar el amor, promueve el odio, el genocidio, la pedofilia y la incongruencia.
¿Qué obtuve a cambio? El más absoluto rencor, además de fracasar en mi objetivo: hacerle pensar y creer en lo que yo creo.
¿Quién me había creído que era, para pensar que poseo la verdad absoluta? Un día, un primo al que respeto, me dijo que pecaba de soberbia. ¿Qué hice al respecto? Primero, fingí aplomo; segundo, reprimí el deseo febril de golpearlo en el rostro; tercero, me ofendí para toda la vida. Hasta que pensé: si alguien tan brillante como él es capaz de concluir que alguien como yo es soberbio, algo de verdad tienen que tener sus palabras.
El camino es simple: en vez de emprender la ardua tarea de colonizar la mente del “enemigo”, es más práctico sembrarle la duda razonable. Ejemplo: si eres ateo, en vez de sacar a relucir las inagotables incongruencias de los libros sagrados de los creyentes, lo mejor es callar y escuchar; de lo contrario, caeríamos en el mismo error que ellos: desestimar todo en lo que no se cree.
En cambio, si aspiramos a conocer la verdad absoluta, hay que estar dispuestos a subirse al ring como lo hacía Nicolino Locche, y evitar la tentación de arrojar golpes, salvo cuando sea en extremo necesario. Dejar que sea el contrincante quien lance todos los argumentos posibles. Poniéndole el rostro en frente, sin guardia. En espera de que ocurra el milagro: un argumento, una idea en forma de jab que nos sacuda la cabeza y abra los ojos (en vez de cerrarlos) y nos mande a la lona y nos cuenten hasta diez para sacarnos de nuestro error.
A la fecha, un montón de católicos, mormones, protestantes, testigos de Jehová y otros creyentes han desfilado por la puerta de mi casa, blandiendo verdades absolutas, y al irse, se van cargando un montón de dudas razonables en la cabeza.
Donald Trump ha asumido el día de hoy el control del país más poderoso del mundo. Un hombre cuyas ideas han sido comparadas con las de Adolfo Hitler. No en balde la gente se ha lanzado a las calles a demostrar su repudio, y, a nivel global, los cibernautas lo han dejado patente en redes sociales. ¿Hará esto alguna diferencia al momento en que Trump tenga que tomar una decisión que irrite a las mayorías? Por supuesto que no. Con más enjundia remará a contracorriente. Es condición humana defender lo indefendible. Luego entonces, la esperanza recaerá en quienes dejen de gritar y lo dejen hablar.
—Voy a levantar un muro.
—Excelente idea, ¿cómo lo vamos a pagar?
—Nuestros vecinos lo harán.
—Magnífico, ¿quién limpiará ahora nuestras casas?
—Nosotros mismos, los americanos.
—Brillante, generaremos muchísimos empleos. ¿Qué dirán ahora los americanos al saber que tendrán que levantar su propia mierda?
—Regularemos la entrada de nuestros vecinos al país.
—Genial, ¿qué cantidad de vecinos dejaremos entrar?
—Los que sean necesarios.
Nadie es tan tonto para aceptar que está en un error colosal. Y Trump no será esa honrosa excepción, así que en vez de temblar, afrontemos la oportunidad de empezar a valernos por nosotros mismos. Al fin y al cabo, como diría un ateo antes de morir, si descubro que estoy equivocado, habré ganado de todos modos.