Por José Carlos García Fajardo
En una magistral lección, Por un pacto educativo, la profesora emérita de filosofía, Victoria Camps, afirmó que de todos los derechos que un Estado social debe garantizar, el derecho a la educación ha sido el más damnificado por las rivalidades de los distintos grupos políticos. Reconoce que hubo un tiempo prometedor y lleno de esperanzas con las dos leyes, LODE y LOGSE, con las que llegamos a alcanzar un nivel europeo en calidad como corresponde a un país cuya lengua hablan más de quinientos millones de personas en el mundo. Pero después vinieron una serie de reformas que han motivado críticas y querellas entre Administraciones autonómicas y entre los profesores y la Administración. Son la prueba de que algo tan básico para un país como es la educación no ha dejado de ser instrumentalizado por las luchas de clase y ancestrales influencias de doctrinas sectarias incapaces de reconocer que la educación debiera ser una cuestión de Estado. Tengan grupos e ideologías sus espacios en los que impartir sus doctrinas, pero que no pretendan catequizar a ciudadanos que hace mucho tiempo que han asimilado su derecho a las libertades fundamentales, entre las cuales destaca el derecho a una educación universal, pública, gratuita, laica y obligatoria para todos los jóvenes y mayores que residan en nuestro país. Hayan o no nacido aquí o sean hijos de inmigrantes, con papeles o sin ellos. La libertad y el derecho a elegir son las más grandes realidades por las que los seres humanos pueden luchar y hasta arriesgar sus vidas porque constituyen el fundamento capital sobre el que se sostienen el resto de los derechos universales a la vida, a la justicia, a la dignidad y a la búsqueda de la felicidad.
Un pacto por la educación debería proponerse dejar de lado las diferencias partidistas e implicar a toda la sociedad. Y hay que partir del principio de que el sistema educativo no lo constituyen sólo las escuelas, sino también las familias y el entorno cultural.
La falta de calidad que detecta la autora se resume en dos puntos: fracaso y abandono del sistema que son muy altos si nos comparamos con la media europea. Son demasiados los alumnos que no consiguen la graduación mínima de la ESO y muchos los que abandonan los estudios a los 16 años. Nuestros alumnos saben muchas cosas que sus abuelos desconocían a su edad, pero tienen grandes lagunas en lo más básico. ¿Fallan los métodos de aprendizaje? ¿Falla la selección del profesorado? ¿Se tiene una idea equivocada de lo que debe ser educar? ¿Se está imponiendo una especie de educación terapéutica, dirigida más a que crezca la autoestima del niño que a enseñarle cosas? ¿Se ha discutido alguna vez cuáles son los conocimientos mínimos que deben mantenerse a pesar de los cambios tecnológicos? ¿Hasta cuándo tendremos una formación profesional desprestigiada, poco atractiva y poco coherente con las ofertas de empleo?, son preguntas fundamentales.
Los contextos en que se producen el fracaso escolar y de dónde salen los alumnos que abandonan la formación se dan en las familias más desfavorecidas. Los datos subrayan que el derecho a la educación está garantizado sólo formalmente. Todos los niños están escolarizados, en efecto, pero fracasan y abandonan los más vulnerables, los que no disponen de un entorno social favorable al estudio.
Sostiene con razón la profesora que hay libertad para escoger escuela, en efecto, pero ¿quién escoge la escuela pública y quién puede preferir la concertada? ¿No hay escuelas públicas convertidas en auténticos guetos de la inmigración? Aunque la libertad para escoger esté garantizada, no todos pueden de hecho preferir lo que quisieran. Unos límites invisibles eliminan posibilidades para aquellos cuya renta es demasiado baja.
El derecho a la educación es el que hace posibles otros derechos, como salud, trabajo, cultura, vivienda que son menos accesibles para familias con menos ingresos. Las desigualdades económicas y culturales afectan también a los resultados de la educación. Cuando lo único que crece en nuestro mundo son las desigualdades, un pacto por la educación no puede ignorar esta realidad. Porque están entre nuestros derechos constitucionales que afirman que educar ha de consistir en el pleno desarrollo de la personalidad humana. Educar es formar una personalidad ética; es formar personas autónomas y responsables, capaces de adquirir criterio y de dar cuenta de lo que hacen. Como se reconoce en la sabiduría ancestral que la correcta formación de los ciudadanos exige el compromiso “de la tribu entera”.
De ahí que es perentorio un pacto que acierte a analizar y discutir la educación en España como uno de los logros más conseguidos. No basta que el pacto sea político, concluye la Profesora Camps, los agentes sociales y culturales son corresponsables de que se logre una buena educación.