Por Carlos Miguélez Monroy
Hace unos días murieron dos hombres intoxicados por la mala combustión de una estufa en la furgoneta en la que dormían. No tenían hogar como muchas de las personas de distintas nacionalidades que duermen de la misma manera en un descampado al norte de Madrid.
No se trataba de un caso de “pobreza energética” como denunciaron algunos medios de comunicación. No es que estas dos personas no pudieran pagar su factura de la luz y les hayan cortado el suministro eléctrico en pleno invierno como le ocurrió a una señora que murió en un incendio provocado por las velas que tenía encendidas para tener una fuente de calor. Estas dos personas ni siquiera tenían casa ni plaza de albergue, aunque cada vez más organizaciones sociales coinciden en que estos recursos cubren necesidades de emergencia sin atajar de raíz el problema de las personas sin hogar.
El diagnóstico se erige en uno de los primeros obstáculos para resolverlo. La FEANTSA, una federación europea de organizaciones que trabajan con personas sin hogar y que tiene como objetivo erradicar el problema, ideó la tipología ETHOS para poder comprender mejor qué entendemos cuando decimos “persona sin hogar”.
Una persona sin hogar puede no tener un techo, lo que implica vivir en un espacio público, pernoctar en un albergue y tener que pasar el resto del día en espacios público. Luego hay personas que tienen un techo pero no una vivienda; viven en centros de servicios o refugios, algunos especializados para mujeres, en alojamientos temporales reservados a los inmigrantes y a los demandantes de asilo, en instituciones públicas o en alojamientos de apoyo.
Hay personas que tienen una situación de “vivienda insegura” al no contar con título legal para su vivienda, o que viven con otra persona de forma involuntaria. La “vivienda inadecuada” aboca a muchas personas a espacios masificados, a chabolas o a estructuras temporales, en una vivienda no apropiada como la furgoneta donde dormían las personas que murieron en Madrid, aunque a esto se le conoce también como “alojamiento de fortuna”.
Esta tipología facilita la tarea de censar el número de personas sin hogar en una ciudad o en un país, aunque las instituciones oficiales no siempre incorporan los mismos criterios, lo que produce un desfase entre las cifras oficiales y los cálculos de las organizaciones sociales. En España, las 40.000 personas sin hogar que calculan las organizaciones sociales están muy por encima de las 26.000 del Instituto Nacional de Estadística.
Dentro de unos días el gobierno de Madrid realizará un nuevo recuento de personas sin hogar, dirigido y coordinado por investigadores de universidades y en el que participan voluntarios de distintas organizaciones.
Un mayor conocimiento de esa realidad en años recientes ha facilitado la puesta en marcha de estrategias para resolver un problema que atenta contra la dignidad de las personas. A las agresiones verbales y físicas que sufren muchas personas en las calles de muchas ciudades del mundo se suma la violencia que supone no tener un hogar estable desde el que construir un proyecto de vida. Sin un hogar no se puede acceder a derechos fundamentales relacionados a la salud y al trabajo.
El modelo Housing First parte de la necesidad fundamental de ese espacio vital en la construcción de un proyecto vital para promover la cesión de viviendas a personas sin hogar. No se pueden esperar resultados distintos con la repetición de un modelo “de escalera” que ha fracasado porque no le aporta a las personas la estabilidad que necesitan para rehacer su vida y que muchas veces perdieron por una sucesión de eventos traumáticos.
Dar vivienda a una persona sin hogar cuesta 20.000 dólares al año, mientras que los recursos de albergue y asistencia para una persona sin hogar cuestan 100.000, según Ted Clugston, alcalde conservador de una localidad canadiense. En un principio se oponía a Housing First, pero ahora reconoce su eficacia en Medicine Hat, donde casi no se ven personas en las calles. Además de un espacio físico, este modelo se puede perfeccionar con la disponibilidad de trabajadores sociales y de especialistas para atender distintas necesidades de personas con distintos niveles de deterioro. No sólo por eficacia y eficiencia económica. Por dignidad.