Por Carlos Miguélez Monroy
El año pasado, el cuerpo de bomberos de Barcelona, en España, abrió las puertas de 132 casas que encerraban a una persona muerta en el interior, la mayoría mayores. En este 2016, ya van 44.
Esta situación se repite cada año no sólo en Barcelona o en Madrid, sino también en otras grandes ciudades europeas y del llamado “primer mundo”. Crece la indignación de organizaciones que trabajan con personas mayores, pero también de quienes ven impotentes los telediarios y se preguntan: “¿encontraron a estas personas más por el olor de la descomposición que porque alguien las echara de menos?” “¿Esto me puede pasar a mí?”
La clave está en la respuesta a esa pregunta. No lo sabemos porque la soledad objetiva depende de varios factores, muchos de los cuales obedecen a circunstancias que la vida a veces impone o de decisiones tomadas muchos años atrás sin anticipar el vasto desierto en que puede convertirse la vejez. A la expansión de la línea cronológica de las personas se suman circunstancias de la familia, de amistades, económicas e incluso culturales. En algunas culturas les cuesta más a las personas mayores buscar compañía de personas fuera de su círculo familiar.
Ante esta soledad en ciudades como Madrid, Barcelona, París, Bruselas y otras en Europa, en ciudades de Japón o en Australia se han planteado alternativas de convivencia intergeneracional. En muchas de ellas, estudiantes universitarios comparten vivienda con mayores mientras se hacen compañía. En años recientes se han multiplicado estos programas en países donde el envejecimiento de la población se erige como uno de los principales desafíos no ya de futuro, sino de presente.
Incluso se han creado redes como Homeshare International con el fin de compartir experiencias y prácticas para gestionar mejor esas convivencias. En España se dan los primeros pasos para una posible red territorial de programas de convivencia intergeneracional con vistas a tener un plan de trabajo para cuando se celebre el 5º Congreso Mundial de Homeshare en Madrid, en mayo del próximo año.
Desde hace años, la visita de personas voluntarias al domicilio de un mayor para dar un paseo, para charlar, para ver la tele o para jugar a las cartas, o a residencias de ancianos, se han erigido como respuestas a la soledad objetiva y vivencial que sufren cientos de miles de personas. Aunque esta labor solidaria sirve para paliar la soledad y para dar visibilidad a uno de los más graves problemas a los que empezamos a enfrentarnos como sociedad, estas iniciativas por sí solas no pueden abordar la soledad de cientos de miles de personas que conviven con la soledad, sobre todo en grandes ciudades.
El voluntariado, así como otras iniciativas intergeneracionales, pueden y deben tender hacia la creación de nuevas redes sociales en las que las propias personas mayores se erijan en protagonistas. Se trata de convivir no sólo con otras personas de su misma edad y circunstancias, sino también con gente joven de distintas procedencias. Las redes intergeneracionales acaban por convertirse en enriquecedoras experiencias interculturales de enriquecimiento mutuo.
Canalizado por medio de organizaciones de la sociedad civil, el voluntariado y otras iniciativas tienen enormes posibilidades a la hora de crear o fortalecer los vínculos de las personas mayores con su entorno más cercano, de forma que se puedan relacionar con vecinos y con personas del barrio. De lo contrario, pueden reforzar el encierro de las personas en sus hogares, que es contra lo que luchaban en un principio. Se trata de que cuenten con una auténtica red social para que puedan desarrollar actividades culturales, formarse en el uso de nuevas tecnologías, hacer deporte y otras actividades al aire libre dentro de las limitaciones de la edad, participar en actividades culturales y viajar.
Uno de los más ignorados valores del voluntariado social radica en sus posibilidades a la hora de crear ese tejido social que, como una red de circo, evita cada vez más la caída de personas en situación de soledad o en riesgo de exclusión. Los mayores no tienen por qué padecer una soledad ni deseada ni asumida durante la última etapa de su vida, cualquiera que haya sido su pasado.