Nicaragua está metida en la guerra de las Termópilas; la Copa Oro, el máximo duelo futbolístico de la CONCACAF. Si; estamos tras esas puertas calientes, enormemente superados por monstruosas inversiones como la plantilla de México que oscila los 150 millones de dólares, pero mostrando dentadura filosa como un Rottweiler enfundado de azul y blanco.
¡Qué idiotez negar que ya no confundimos el esférico con una granada de contacto huyendo de la explosión! Ahora ensayamos las jugadas de pizarra con más sesos que instinto, pero ese es un asunto que no entienden las miopías que no ven ni con anteojos.
“El mundo es lo que es; los hombres que no son nada, que se permiten ser nada, no tienen lugar en él”, afirma S. V. Naipaul; y el técnico Duarte ha mentalizado a su tropa con esa frase.
Nos queda una escalada tan difícil como batirse en duelo contra la falta de aire hacia la cima de el enconado Himalaya. Somos débiles aún para competir por los tres primeros puestos, sin embargo mover el balón entre oncenos de largo recorrido es un timbre de orgullo.
Una victoria agónica sobre Haiti que acaparó titulares por lo asombroso, ocurrió restando diez minutos del final. Con la espada de Damocles colgada del reloj de arena, apareció nuestro mejor futbolista Juan Barrera con tres puñaladas que perforaron mortalmente a los antillanos logrando paralizar un país eminentemente beisbolero.
Esa gesta nos zambulló a Copa Oro por segunda vez en toda nuestra historia, y aquí estamos, brillando como ese extraño resplandor de aurora de media noche que cita Carlos Mejía Godoy en su obra maestra “El Cristo de Palacagüina”.