Por José María Jiménez Ruiz
Cuesta creer que los libros tal como los conocemos, esos volúmenes con tacto y peso que reposan en las estanterías, estén destinados a desaparecer. Muchos de ellos forman parte de nuestra vida, son como viejos amigos a los que siempre es posible regresar en busca de conocimiento, compañía o consuelo.
No acabo de entender cómo sería la vida, sin buscar con la mirada en tu biblioteca, aquel volumen del que recuerdas unos textos que te impactaron; sin volver a reencontrarte con aquellos párrafos subrayados para comprobar si lo que te llamó la atención entonces, aún despierta tu interés. Me resisto a comprender que haya un tiempo en el que uno no pueda manejar en papel lo escrito de sus clásicos preferidos, para verificar si aquella idea que cree compartir con él es auténtica o, por el contrario, el paso del tiempo ha hecho que la recuerde deformada.
Hay pocos lugares en los que me sienta más reconfortado y mejor acompañado que en el estudio donde conservo las obras de tantos autores cuyos pensamientos alimentaron los míos. Sus dudas me ayudaron a resistirme, en la medida de lo que uno es consciente, frente a los dogmatismos que impiden reconocer los propios errores o los prejuicios que empujan a imponer a los demás las propias creencias.
No sería yo sin mis libros. Han llenado muchas de las horas de mi vida, sin ellos, no sabría explicar mi propia identidad. Las lecturas que uno hace, a lo largo de su vida, contribuyen a dibujar el tipo de persona que es. Como diría, el premio Nobel de Literatura, John Steimbeck, “es casi imposible leer algo bello, sin sentir deseos de hacer algo bello”.
Compañeros de esas tardes otoñales, imprescindibles en las largas horas de invierno; enriquecen nuestras vacaciones estivales cuando los tiempos parecen desacelerarse. Esos libros del estío en los que buscamos, quizá más que en otras épocas, aventura, intriga y fantasía.
Pocas veces me he sentido prisionero en las mazmorras de esa especie de aburrimiento que no permite ver más alicientes de estar y de vivir que “matar el rato”. Jamás me sucedió si tenía a mi alcance un libro en el que refugiarme y con el que dialogar. Porque la lectura es todo menos pasividad. Es un formidable ejercicio de empatía, un diálogo abierto en el que el libro habla y el buen lector contesta. Cada uno debe construir su propia lectura, un mismo texto encuentra ecos distintos, resonancias diferentes según quien sea su lector. Multiplica sus ecos y se abre a interpretaciones nuevas e inesperadas.
Despiertan pasiones, codicias, miedos, violencias y muertes. Toda una imparable cascada de comportamientos y de sentimientos hechos carne en personajes que se mueven por las páginas con un realismo impactante. Metáforas sugerentes, historias espontáneas y de un realismo tan sobrecogedor y humano que toca el alma. Meten al lector dentro de la historia, encuentran en ella su propia vida.
Eso fue, en cualquier caso, lo que a mí me sucedió. La Perla, despertó emociones, sentimientos de todo lo bueno que anida en el corazón humano, pero también de la mezquindad y de la torpeza que en cualquier momento puede despertarse e irrumpir en la propia vida con una fuerza destructiva casi imparable. La convicción de que la lucha por la libertad es ya una forma de ser libres, aunque los protagonistas hayan sentido la amarga impotencia en su intento por romper las cadenas de la explotación y el engaño.
Los libros han sido los espejos en los que he visto reflejado, muchas veces, lo mejor de mí mismo. Con un buen libro que estimule mi inteligencia o despierte mi sensibilidad, entiendan que mis ambiciones habrán quedado satisfechas. Pocas compañías superan a la de un buen libro, amigo y maestro.